miércoles, 5 de octubre de 2016

Mira lo que hacía Jesús con los que llevaban mala vida



Jesús come con pecadores y da una oportunidad a los que pensaban que ya no tenían ninguna oportunidad con Dios: “En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: – Ése acoge a los pecadores y come con ellos”.

Me emociona leer este pasaje y pienso, al leerlo, que merece la pena seguir y entregar la vida por alguien así. Al leer esto, arde mi corazón y repito mi sí a Jesús, a mi vocación, a estar con Él a intentar conformar mi vida según ese estilo que me queda grande. Quiero vivir según su corazón.

Su forma de vivir suena a verdad para cualquier hombre, creyente o no. Lo que hoy escuchamos era algo que solía pasar. No es un hecho aislado. A Jesús se le acercan publicanos y pecadores. Y Él los acoge y come con ellos. Los acoge en su vida, a su lado.

Y no sólo eso, sino que se deja acoger por ellos. Comparte su vida tal como es en ese momento. Comparte la mesa con ellos. No hay prejuicios ni barreras. El que es puro come con los impuros. Esa es la principal crítica que le hacen fariseos y escribas. Los que se supone que no pecan.

Ellos condenan, son puros. Condenan que los pecadores se sienten a su mesa. Condenan que Jesús entre en sus casas. Sin poner condiciones. Sin pedirles que primero se conviertan o por lo menos hagan una declaración de buenas intenciones. No les exige un cambio de actitud.

El otro día leía: “El pueblo judío creía en el perdón de todos los pecados, incluidos el homicidio y la apostasía. Dios sabe perdonar a quienes se arrepienten. Eso sí, era necesario seguir un camino. En primer lugar, el pecador debía manifestar su arrepentimiento mediante los sacrificios apropiados en el templo; debía abandonar su vida alejada de la Alianza y volver al cumplimiento de la ley; por último, los daños y ofensas al prójimo exigían la debida restitución o reparación. Si Jesús hubiera acogido a su mesa a pecadores para predicarles el retorno a la Ley, logrando que publicanos y prostitutas abandonaran su vida de pecado, nadie se hubiera escandalizado. Al contrario, lo hubieran admirado y aplaudido”[1].

Pero Jesús no actuó así. Jesús comparte su vida con cualquier hombre que se le acerqueY además parece que los pecadores públicos, marginados y condenados por la sociedad, eran sus predilectos.

Dios, que es todo pureza y perfección, se deja tocar y amar por los pecadores que lo buscan. Se sentó con ellos a la misma mesa.

Comenta el papa Francisco: “La misericordia se revela como dimensión fundamental de la misión de Jesús. Ella es un verdadero reto para sus interlocutores que se detienen en el respeto formal de la ley. Jesús va más allá de la ley; su compartir con aquellos que la ley consideraba pecadores permite comprender hasta dónde llega su misericordia”.

Comparte con los impuros sin hacerse Él impuro. Me gustaría ser así. No poner etiquetas. Me gustaría que no me importara que me las pusieran. No poner barreras, no crear distancias, no temer hacerme impuro.

Me gustaría compartir mi vida y mi camino con cualquier hombre, sin encasillarlo por su moral, por su religión, por su forma de vida. No quiero servir sólo a los que sirven, amar sólo a los que me aman, dar sólo a los que me dan.

Miro a Jesús y me sigo sorprendiendo de lo grande que es su corazón. Todos caben en él. Siempre me ha impresionado. Simplemente amó a los pecadores. Comió con publicanos y prostitutas. Se detuvo con aquellos que estaban fuera de la ley sin hacer que volvieran inmediatamente a la ley.

Su actitud me inquieta. A veces me empeño en querer convertir a todos los que no actúan de acuerdo a la ley. Lo quiero ya. Un cambio absoluto.

Ese abrazo del padre al hijo pródigo me parece excesivo. No hay castigo, ni exigencia. Y pienso que volverá a caer en lo mismo. Se dejará llevar de nuevo por la tentación de huir lejos de su padre. Me cuesta creer en la verdadera conversión del corazón.

Y eso que sé en el fondo del alma que sólo el amor incondicional sana lo más profundo de mi corazón. Lo sé, lo he experimentado y soñado tantas veces.

Los publicanos, las prostitutas, los pecadores públicos que no tienen acceso a Dios según la ley, reciben a Dios en sus casas sin hacer nada para merecerlo. Eso es amor incondicional. Y ese amor los cambió para siempre y seguramente fueron de los discípulos más fieles. Habían conocido de verdad la hondura de Jesús.

María Magdalena. Zaqueo. Mateo. Y muchos otros. Al que mucho se le perdonó, mucho amó. Los fariseos y escribas juzgan desde lejos, no se acercan. Colocan a Jesús bajo sospecha. Si fuera un hombre de Dios, un profeta, no se mezclaría con lo impuro. Se quedan lejos. Construyen un muro y no se dejan amar ni mirar por Jesús.

Me gustaría preguntarme hoy si yo soy de los que juzgo de lejos como esos fariseos y escribas. Si vivo lejos de los que considero impuros, o distintos a mí en la forma de pensar o vivir, encerrado en mi comodidad, protegido y guardado.

O si soy de los que me siento en la mesa de los que pecan dejando de lado mis prejuicios y miedos. Como lo hacía Jesús. Él acoge y se deja acoger por cualquiera. A cambio de nada. Sin contrapartida. Sin pretensiones. Sólo mira al otro hasta el fondo. Le comprende. Se pone en su mesa públicamente para darle la dignidad que se merece cualquier persona.

[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

Aleteia

Santa Faustina Kowalska – 5 de octubre


Helena Kowalska nació el 25 de agosto de 1905 en Glogowiec, Polonia, en el hogar de una familia de campesinos, piadosos practicantes. Fue la tercera de diez hermanos. Espiritualmente fue forjada en la fe sobre todo por su madre. Y desde su más tierna infancia manifestó una inclinación religiosa que se apreciaba en su comportamiento. Los suyos conocían perfectamente sus prácticas de oración, la tendencia a procurar todo el bien posible a su alrededor y su marcada predilección por las vidas de santos que le gustaba leer y compartir con otros niños de su edad. A los 7 años fue sellada por la experiencia del amor de Dios. Antes de ir a la escuela, su padre le había enseñado a leer. Luego añadió lo que pudo aprender en la escueta formación académica que recibió, que no llegó a tres años. Los escasos recursos para tan numerosa familia demandaban la pronta ayuda de los hijos mayores. Y ella con 16 años tuvo que ganarse el sustento como empleada de hogar y dependienta. Trabajó en varios hogares y localidades diversas.
Soñaba con la vida religiosa, y en las contadas ocasiones que viajó a su casa paterna expuso este anhelo, recibiendo siempre una negativa como respuesta. En una de ellas ya tenía 18 años. Fue entonces cuando pasó por un corto periodo en el que las diversiones ocuparon su tiempo. En su Diario explicó que de ese modo trataba de sofocar las constantes invitaciones que recibía de lo alto para mudar sus hábitos. Pero la predilección divina se extendió sobre ella. Un día en una fiesta, mientras bailaba, vio al divino Redentor lleno de llagas; poniéndose a su altura, le dijo: «Helena, hija mía, ¿cuándo cesarás de ignorarme y cuánto más estarás alejada de mi lado?». Profundamente turbada, como no podía ser menos, acudió presurosa a la catedral de San Estanislao de Kostka. Cristo se manifestó explícitamente ante la pregunta acuciante de la joven, ansiosa por saber qué debía hacer: «Ve inmediatamente a Varsovia; allí entrarás en un convento».
En esa época la dote era condición imprescindible para ingresar en él. Solo cabía la fe, ya que de ningún modo poseía la cantidad exigida. Pero su confianza en Dios no tenía fisuras, y con ella tocó las puertas del convento de las Hermanas de Nuestra Señora de la Misericordia. Para reunir la suma necesaria aún tuvo que trabajar otro año más. Por fin, en 1925 pudo cumplir la indicación de Cristo integrándose en la vida religiosa; tomó la iniciativa sin contar con la venia de sus padres. Ahora bien, no le resultó fácil la consagración. Le acuciaron las tentaciones de volver al mundo y de mirar retrospectivamente su pasado. Cristo le instó a mantenerse fiel para superar las sombras que se cernían sobre ella y, una vez disipadas con su gracia, siguió el camino trazado desempeñando tareas de cocinera, jardinera y portera. El 30 de abril de 1926 profesó en Cracovia con el nombre de Faustina del Santísimo Sacramento, nombre que se le reveló durante el acto litúrgico.
Era humilde, sencilla, trabajadora, muy alegre. Durante el primer año de noviciado vivió la experiencia de la «noche oscura». Hacia mediados de 1930 y después de haber pasado por casi todas las casas de la Orden, llegó al convento de Płock. En febrero de 1931 recibió la primera revelación. En ella Cristo le pedía: «Pinta una imagen según el modelo que ves, y firma: ‘Jesús, en Ti confío’. Deseo que esta imagen sea venerada primero en su capilla y [luego] en el mundo entero». Esta imagen fue realizada en 1935 por Eugene Kazimierowski siguiendo sus indicaciones. Es venerada en Ostra Brama, Vilma, aunque la más conocida es obra de Adolf Hyla, que la pintó en 1943 en agradecimiento por haber preservado a su familia de la guerra.
Progresivamente, y en sucesivas manifestaciones, Cristo confiaba a Helena la devoción y ejercicio de la virtud de la misericordia: «Debes mostrar misericordia al prójimo siempre y en todas partes. No puedes dejar de hacerlo, ni excusarte, ni justificarte. Te doy tres formas de ejercer misericordia al prójimo: la primera, la acción; la segunda, la palabra; la tercera, la oración. En estas tres formas está contenida la plenitud de la misericordia y es el testimonio irrefutable del amor hacia Mí». En una ocasión, después atender a un enfermo de gravedad, el Redentor le dijo: «Hija mía, me has dado una alegría más grande haciéndome este favor que si hubieras rezado mucho tiempo». Ella respondió: «Si no te he atendido a Ti, oh Jesús mío, sino a este enfermo». Cristo corroboró el alcance de esa virtud: «Sí, hija mía, cualquier cosa que haces al prójimo me la haces a Mí».
Estas revelaciones fueron marcando su vida mística, sellada por profunda aflicción: «Experimento un terrible dolor cuando veo los sufrimientos del prójimo. Todos los dolores del prójimo repercuten en mi corazón, llevo en mi corazón sus angustias de tal modo que me agotan incluso físicamente. Quisiera que todos los dolores cayesen sobre mí para llevar alivio al prójimo». En medio de ello, Cristo la consolaba. Su director espiritual el beato Miguel Sopoćko fue de inmensa ayuda para dilucidar cuánto había de verdad en sus experiencias místicas, y qué debía hacer respecto a la fundación de una nueva Congregación como había percibido. En una de las locuciones Cristo le comunicó su deseo de que instaurase una Fiesta dedicada a la Divina Misericordia. Y ella impulsó esta devoción que contiene la «Coronilla a la Divina Misericordia», oración que Él mismo le dictó, haciéndole saber que quien la rezara recibiría gran misericordia en el momento de la muerte, entre otras gracias.
Mientras, su vida iba deteriorándose paulatinamente con lesiones diversas. La tuberculosis atacó sus pulmones y estómago. Y murió en Łagiewniki, Cracovia, el 5 de octubre de 1938. Había sido agraciada con numerosos carismas. Juan Pablo II la beatificó el 18 de abril de 1993, y la canonizó el 30 de abril de 2000. Determinó también que la Fiesta de la Divina Misericordia se celebre el primer domingo después de la Pascua de Resurrección.
ZENIT

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Algunos colegas están desconcertados. Durante su visita a Georgia y Azerbaiyán, el Papa de la acogida y de la misericordia ha empleado unos tonos de gran severidad a la hora de valorar las consecuencias del divorcio y la pretensión de imponer la ideología de género desde los poderes públicos. Demasiado duro es este lenguaje, han debido pensar, como si las afirmaciones de Francisco fueran nuevas en su pontificado, y como si contradijesen su imagen de la Iglesia como hospital de campaña. La cuestión se la han planteado a Francisco a bocajarro, durante su habitual rueda de prensa en el vuelo de regreso a Roma. En su respuesta, el Papa ha partido de su propia experiencia pastoral como sacerdote y obispo, en la que ha acompañado a personas con tendencia y con prácticas homosexuales. Y ha reconocido que a algunas de esas personas las ha acercado al Señor, pero en otros casos no ha sido posible. Hay que acompañar a las personas como las acompañaría Jesús, que seguramente no despacharía a una persona que se le acerca diciéndole «¡vete, porque eres homosexual!».
Este acompañamiento hecho de acogida, comprensión, paciencia y lealtad a la verdad, no está en contradicción con la denuncia planetaria de la pretensión de muchos poderes (mediáticos, económicos y políticos) de imponer la «teoría de género». A esta pretensión de adoctrinamiento, el Papa Francisco la ha denominado en numerosas ocasiones «colonización ideológica», y esto lo ha hecho en Nueva York, ante la sede de Naciones Unidas, y en el último rincón de Filipinas o del Cáucaso. «La vida es la vida -dijo el Papa a los periodistas- y hay que tomar las cosas como vienen… El pecado es el pecado… cada caso hay que acogerlo, acompañarlo, estudiarlo, discernir e integrarlo. Esto es lo que haría Jesús hoy… Es un problema humano, de moral. Y hay que resolverlo como se puede, siempre con la misericordia de Dios, con la verdad, pero siempre con el corazón abierto». Como hacía Jesús.
Francisco había dicho a los sacerdotes, religiosos y seminaristas en Georgia que hoy está en marcha una «guerra mundial en contra del matrimonio», al que calificó como la obra más bella de la creación de Dios, y fue especialmente duro al hablar de las consecuencias del divorcio. Como explicó en el avión, en realidad esas cosas están ya dichas (aunque con otras palabras) en la Exhortación Amoris Laetitia. Y es curioso que algunos se sorprendan ahora de este modo de hablar del Papa, como si ello estuviese en contradicción con el ímpetu de acompañar e integrar a las familias heridas.
La Iglesia custodia y presenta la hermosura y la verdad del matrimonio a la humanidad en todo tiempo y lugar. Eso es parte esencial de su misión, pero ella no olvida que «las debilidades humanas existen, los pecados existen, pero siempre la última palabra no la tienen las debilidades, los pecados, ¡sino la misericordia!». Francisco recordó los cuatro criterios recogidos en la AL: acoger a las familias heridas, acompañar, discernir cada caso e integrar. De esta manera, la Iglesia «colabora en esa recreación maravillosa que ha hecho el Señor con la redención». La estocada final es de antología: «EnAmoris Laetitia todos van al capítulo octavo, pero hay que leerla toda, desde el principio hasta el fin. El centro es el capítulo cuarto, sirve para toda la vida. Pero hay que leerla toda, y releerla y discutirla toda, es un conjunto. Está el pecado, la ruptura, pero también está la cura, la misericordia, la redención».
José Luis Restán/PáginasDigital.es

COMENTARIO DEL PAPA FRANCISCO AL EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS (11,1-4)




No hay necesidad de emplear tantas palabras para rezar: el Señor sabe lo que queremos decirle. Lo importante es que la primera palabra de nuestra oración sea «Padre». Es el consejo de Jesús a los apóstoles. 

Para rezar, no hay necesidad de hacer ruido ni creer que es mejor derrochar muchas palabras. No podemos confiarnos al ruido, al alboroto de la mundanidad, que Jesús identifica con «tocar la tromba» o «hacerse ver el día de ayuno». Para rezar no es necesario el ruido de la vanidad: Jesús dijo que esto es un comportamiento propio de los paganos. Y la oración no se ha de considerar como una fórmula mágica: «La oración no es algo mágico; no se hace magia con la oración»; «esto es pagano».

Entonces, ¿cómo se debe orar? Jesús nos lo enseñó: «Dice que el Padre que está en el Cielo “sabe lo que necesitáis, antes incluso de que se lo pidáis”». Por lo tanto, la primera palabra debe ser «“Padre”. Esta es la clave de la oración. Sin decir, sin sentir, esta palabra no se puede rezar».

«¿A quién rezo? ¿Al Dios omnipotente? Está demasiado lejos. Esto yo no lo siento, Jesús tampoco lo sentía. ¿A quién rezo? ¿Al Dios cósmico? Un poco común en estos días, ¿no? Rezar al Dios cósmico. Esta modalidad politeísta llega con una cultura superficial». 

Es necesario, en cambio, «orar al Padre», a Aquél que nos ha generado. Pero no sólo: es necesario rezar al Padre «nuestro», es decir, no al Padre de un «todos» genérico o demasiado anónimo, sino a Aquél «que te ha generado, que te ha dado la vida, a ti, a mí», como persona individual. Es el Padre «que te acompaña en tu camino», quien «conoce toda tu vida, toda».

Para profundizar en el sentido de la palabra «Padre», podemos pensar en la actitud confiada con la que Isaac —«este muchacho de veintidós años no era un tonto»- se dirige a su padre cuando se da cuenta de que no estaba el cordero para sacrificar y sospecha que él mismo era la víctima sacrificial: «Debía hacer la pregunta, y la Biblia nos dice que dijo: “Padre, falta el cordero”. Pero se fio de quien estaba a junto a él. Era su padre. Su preocupación: “¿tal vez soy la oveja?”, la arrojó en el corazón de su padre». 

Es lo que sucede también en la parábola del hijo que despilfarra la herencia «pero luego regresa a casa y dice: «Padre, he pecado». Es la clave de toda oración: sentirse amados por un padre»; y nosotros tenemos «un Padre, muy cercano, que nos abraza» y a quien podemos confiarle todas nuestras preocupaciones porque «Él sabe lo que necesitamos».

Pero, ¿es «un padre solamente mío? No, es el Padre nuestro, porque yo no soy hijo único. Ninguno de nosotros lo es. Y si no puedo ser hermano, difícilmente puedo llegar a ser hijo de este Padre, porque es un Padre, con certeza, mío, pero también de los demás, de mis hermanos». Por ello, se deduce que «si yo no estoy en paz con mis hermanos, no puedo decirle Padre a Él. 

Y así se explica lo que dice inmediatamente Jesús, después de enseñarnos el Padrenuestro: “Si vosotros perdonáis las culpas a los demás, vuestro Padre que está en los cielos os perdonará también a vosotros; pero si vosotros no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas».
(De la homilía del Papa Francisco el 20-6-2013)

JESÚS NOS ENSEÑA A ORAR

Lectura del santo evangelio según san Lucas (11,1-4):

Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.»

Él les dijo: «Cuando oréis decid: "Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación."»

Palabra del Señor