Jesús come con pecadores y da una oportunidad a los que pensaban que ya no tenían ninguna oportunidad con Dios: “En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: – Ése acoge a los pecadores y come con ellos”.
Me emociona leer este pasaje y pienso, al leerlo, que merece la pena seguir y entregar la vida por alguien así. Al leer esto, arde mi corazón y repito mi sí a Jesús, a mi vocación, a estar con Él a intentar conformar mi vida según ese estilo que me queda grande. Quiero vivir según su corazón.
Su forma de vivir suena a verdad para cualquier hombre, creyente o no. Lo que hoy escuchamos era algo que solía pasar. No es un hecho aislado. A Jesús se le acercan publicanos y pecadores. Y Él los acoge y come con ellos. Los acoge en su vida, a su lado.
Y no sólo eso, sino que se deja acoger por ellos. Comparte su vida tal como es en ese momento. Comparte la mesa con ellos. No hay prejuicios ni barreras. El que es puro come con los impuros. Esa es la principal crítica que le hacen fariseos y escribas. Los que se supone que no pecan.
Ellos condenan, son puros. Condenan que los pecadores se sienten a su mesa. Condenan que Jesús entre en sus casas. Sin poner condiciones. Sin pedirles que primero se conviertan o por lo menos hagan una declaración de buenas intenciones. No les exige un cambio de actitud.
El otro día leía: “El pueblo judío creía en el perdón de todos los pecados, incluidos el homicidio y la apostasía. Dios sabe perdonar a quienes se arrepienten. Eso sí, era necesario seguir un camino. En primer lugar, el pecador debía manifestar su arrepentimiento mediante los sacrificios apropiados en el templo; debía abandonar su vida alejada de la Alianza y volver al cumplimiento de la ley; por último, los daños y ofensas al prójimo exigían la debida restitución o reparación. Si Jesús hubiera acogido a su mesa a pecadores para predicarles el retorno a la Ley, logrando que publicanos y prostitutas abandonaran su vida de pecado, nadie se hubiera escandalizado. Al contrario, lo hubieran admirado y aplaudido”[1].
Pero Jesús no actuó así. Jesús comparte su vida con cualquier hombre que se le acerque. Y además parece que los pecadores públicos, marginados y condenados por la sociedad, eran sus predilectos.
Dios, que es todo pureza y perfección, se deja tocar y amar por los pecadores que lo buscan. Se sentó con ellos a la misma mesa.
Comenta el papa Francisco: “La misericordia se revela como dimensión fundamental de la misión de Jesús. Ella es un verdadero reto para sus interlocutores que se detienen en el respeto formal de la ley. Jesús va más allá de la ley; su compartir con aquellos que la ley consideraba pecadores permite comprender hasta dónde llega su misericordia”.
Comparte con los impuros sin hacerse Él impuro. Me gustaría ser así. No poner etiquetas. Me gustaría que no me importara que me las pusieran. No poner barreras, no crear distancias, no temer hacerme impuro.
Me gustaría compartir mi vida y mi camino con cualquier hombre, sin encasillarlo por su moral, por su religión, por su forma de vida. No quiero servir sólo a los que sirven, amar sólo a los que me aman, dar sólo a los que me dan.
Miro a Jesús y me sigo sorprendiendo de lo grande que es su corazón. Todos caben en él. Siempre me ha impresionado. Simplemente amó a los pecadores. Comió con publicanos y prostitutas. Se detuvo con aquellos que estaban fuera de la ley sin hacer que volvieran inmediatamente a la ley.
Su actitud me inquieta. A veces me empeño en querer convertir a todos los que no actúan de acuerdo a la ley. Lo quiero ya. Un cambio absoluto.
Ese abrazo del padre al hijo pródigo me parece excesivo. No hay castigo, ni exigencia. Y pienso que volverá a caer en lo mismo. Se dejará llevar de nuevo por la tentación de huir lejos de su padre. Me cuesta creer en la verdadera conversión del corazón.
Y eso que sé en el fondo del alma que sólo el amor incondicional sana lo más profundo de mi corazón. Lo sé, lo he experimentado y soñado tantas veces.
Los publicanos, las prostitutas, los pecadores públicos que no tienen acceso a Dios según la ley, reciben a Dios en sus casas sin hacer nada para merecerlo. Eso es amor incondicional. Y ese amor los cambió para siempre y seguramente fueron de los discípulos más fieles. Habían conocido de verdad la hondura de Jesús.
María Magdalena. Zaqueo. Mateo. Y muchos otros. Al que mucho se le perdonó, mucho amó. Los fariseos y escribas juzgan desde lejos, no se acercan. Colocan a Jesús bajo sospecha. Si fuera un hombre de Dios, un profeta, no se mezclaría con lo impuro. Se quedan lejos. Construyen un muro y no se dejan amar ni mirar por Jesús.
Me gustaría preguntarme hoy si yo soy de los que juzgo de lejos como esos fariseos y escribas. Si vivo lejos de los que considero impuros, o distintos a mí en la forma de pensar o vivir, encerrado en mi comodidad, protegido y guardado.
O si soy de los que me siento en la mesa de los que pecan dejando de lado mis prejuicios y miedos. Como lo hacía Jesús. Él acoge y se deja acoger por cualquiera. A cambio de nada. Sin contrapartida. Sin pretensiones. Sólo mira al otro hasta el fondo. Le comprende. Se pone en su mesa públicamente para darle la dignidad que se merece cualquier persona.
[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
Aleteia
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