No hay necesidad de emplear tantas palabras para rezar: el Señor sabe lo que queremos decirle. Lo importante es que la primera palabra de nuestra oración sea «Padre». Es el consejo de Jesús a los apóstoles.
Para rezar, no hay necesidad de hacer ruido ni creer que es mejor derrochar muchas palabras. No podemos confiarnos al ruido, al alboroto de la mundanidad, que Jesús identifica con «tocar la tromba» o «hacerse ver el día de ayuno». Para rezar no es necesario el ruido de la vanidad: Jesús dijo que esto es un comportamiento propio de los paganos. Y la oración no se ha de considerar como una fórmula mágica: «La oración no es algo mágico; no se hace magia con la oración»; «esto es pagano».
Entonces, ¿cómo se debe orar? Jesús nos lo enseñó: «Dice que el Padre que está en el Cielo “sabe lo que necesitáis, antes incluso de que se lo pidáis”». Por lo tanto, la primera palabra debe ser «“Padre”. Esta es la clave de la oración. Sin decir, sin sentir, esta palabra no se puede rezar».
«¿A quién rezo? ¿Al Dios omnipotente? Está demasiado lejos. Esto yo no lo siento, Jesús tampoco lo sentía. ¿A quién rezo? ¿Al Dios cósmico? Un poco común en estos días, ¿no? Rezar al Dios cósmico. Esta modalidad politeísta llega con una cultura superficial».
Es necesario, en cambio, «orar al Padre», a Aquél que nos ha generado. Pero no sólo: es necesario rezar al Padre «nuestro», es decir, no al Padre de un «todos» genérico o demasiado anónimo, sino a Aquél «que te ha generado, que te ha dado la vida, a ti, a mí», como persona individual. Es el Padre «que te acompaña en tu camino», quien «conoce toda tu vida, toda».
Para profundizar en el sentido de la palabra «Padre», podemos pensar en la actitud confiada con la que Isaac —«este muchacho de veintidós años no era un tonto»- se dirige a su padre cuando se da cuenta de que no estaba el cordero para sacrificar y sospecha que él mismo era la víctima sacrificial: «Debía hacer la pregunta, y la Biblia nos dice que dijo: “Padre, falta el cordero”. Pero se fio de quien estaba a junto a él. Era su padre. Su preocupación: “¿tal vez soy la oveja?”, la arrojó en el corazón de su padre».
Es lo que sucede también en la parábola del hijo que despilfarra la herencia «pero luego regresa a casa y dice: «Padre, he pecado». Es la clave de toda oración: sentirse amados por un padre»; y nosotros tenemos «un Padre, muy cercano, que nos abraza» y a quien podemos confiarle todas nuestras preocupaciones porque «Él sabe lo que necesitamos».
Pero, ¿es «un padre solamente mío? No, es el Padre nuestro, porque yo no soy hijo único. Ninguno de nosotros lo es. Y si no puedo ser hermano, difícilmente puedo llegar a ser hijo de este Padre, porque es un Padre, con certeza, mío, pero también de los demás, de mis hermanos». Por ello, se deduce que «si yo no estoy en paz con mis hermanos, no puedo decirle Padre a Él.
Y así se explica lo que dice inmediatamente Jesús, después de enseñarnos el Padrenuestro: “Si vosotros perdonáis las culpas a los demás, vuestro Padre que está en los cielos os perdonará también a vosotros; pero si vosotros no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas».
(De la homilía del Papa Francisco el 20-6-2013)
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