“Queridos hermanos y hermanas:
Este domingo se suele denominar de la Transfiguración, porque el Evangelio narra este misterio de la vida de Cristo. Él, tras anunciar a sus discípulos su pasión, «tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (Mt 17, 1-2).
Según los sentidos, la luz del sol es la más intensa que se conoce en la naturaleza, pero, según el espíritu, los discípulos vieron, por un breve tiempo, un esplendor aún más intenso, el de la gloria divina de Jesús, que ilumina toda la historia de la salvación.
San Máximo el Confesor afirma que «los vestidos que se habían vuelto blancos llevaban el símbolo de las palabras de la Sagrada Escritura, que se volvían claras, transparentes y luminosas»
Dice el Evangelio que, junto a Jesús transfigurado, «aparecieron Moisés y Elías conversando con él» (Mt 17, 3); Moisés y Elías, figura de la Ley y de los Profetas. Fue entonces cuando Pedro, extasiado, exclamó: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mt 17, 4).
Pero san Agustín comenta diciendo que nosotros tenemos sólo una morada: Cristo; él «es la Palabra de Dios, Palabra de Dios en la Ley, Palabra de Dios en los Profetas». De hecho, el Padre mismo proclama: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».
La Transfiguración no es un cambio de Jesús, sino que es la revelación de su divinidad, «la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz».
Pedro, Santiago y Juan, contemplando la divinidad del Señor, se preparan para afrontar el escándalo de la cruz, como se canta en un antiguo himno: «En el monte te transfiguraste y tus discípulos, en la medida de su capacidad, contemplaron tu gloria, para que, viéndote crucificado, comprendieran que tu pasión era voluntaria y anunciaran al mundo que tú eres verdaderamente el esplendor del Padre».
Queridos amigos, participemos también nosotros de esta visión y de este don sobrenatural, dando espacio a la oración y a la escucha de la Palabra de Dios. Además, especialmente en este tiempo de Cuaresma, os exhorto, como escribe Pablo VI, «a responder al precepto divino de la penitencia con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas por el peso de la vida diaria».
Invoquemos a la Virgen María, para que nos ayude a escuchar y seguir siempre al Señor Jesús, hasta la pasión y la cruz, para participar también en su gloria”.
(Benedicto XVI, Ángelus del 20 de marzo de 2011)
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