El pasaje evangélico de hoy comienza con el mandato que el Señor dirige a sus discípulos: creer en Dios y creer en él. No se trata de dos actos de fe distintos, sino más bien de la total adhesión a la acción de Dios por medio de su Hijo.
De sobra son conocidas las persecuciones que durante 2.000 años ha sufrido la Iglesia. En todas ellas hay un elemento común: la existencia de mártires, palabra que, como sabemos, significa testigo. El mártir es precisamente el que ha dado la vida por llevar hasta las últimas consecuencias el precepto de creer en Dios y en Jesucristo. Y esto consiste en unir por completo el destino del hombre con el de Cristo, a través de la misma forma de muerte: el derramamiento de la sangre. Con ello, se percibe de un modo radical que la fe tiene implicaciones que afectan incluso al destino final de la vida terrena del hombre.
La pretensión de absoluto
Pero, ¿qué es lo que ha provocado a lo largo de los siglos la ira de quienes han agredido a los cristianos? ¿Jesucristo? Actualmente, ni siquiera la persona más atea del planeta valora la figura de Cristo como la de un perturbador de la convivencia humana o como la de alguien que haya influido negativamente en la historia de la humanidad. Hoy en día no se pone en tela de juicio, por ejemplo, la bondad del mandato del amor al prójimo, incluso a los enemigos. Esta prescripción es considerada como parte del acervo cristiano también por los no creyentes.
Sin embargo, pensemos en las primeras persecuciones, las que nos relata el libro de los Hechos de los Apóstoles, leído durante el tiempo pascual. El punto que provoca la indignación contra las primeras comunidades es la aparición de Jesús como rostro de Dios. «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre». Una cosa es valorar positivamente parte de las enseñanzas del Señor a sus seguidores y otra muy distinta situar a Jesús en el lugar de Dios. Esta postura es la que llevó a Cristo a la cruz y, por consiguiente, la que encaminará a los cristianos al martirio. La segunda afirmación que causa escándalo es «yo soy el camino y la verdad y la vida», un enunciado que, por familiar que nos parezca, tiene la clave de discernimiento entre quien está dispuesto a seguir a Cristo y la de quien o bien mira con indiferencia nuestra fe o bien pretende aniquilarla. El motivo es que Jesús se presenta con una pretensión de absoluto, algo que incordia tanto en los primeros siglos como en nuestros días. Jesús no requiere de nosotros un mero asentimiento ideológico a su mensaje ni, menos aún, escoger de este lo que más nos guste; entre otras cosas porque Dios no se ha revelado para mostrarnos simplemente una filosofía o un sistema de pensamiento superior al resto. Nos pide reconocerlo como quien, a través de su encarnación, muerte y resurrección, nos ha dado a conocer el amor de Dios, liberándonos para siempre del pecado y de la muerte.
La promesa de las obras mayores
Desde la fe en su persona y su misión tiene sentido la promesa a los discípulos de realizar obras incluso mayores que las de él. «En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores». Solo creyendo en Cristo y permaneciendo unidos a él es posible continuar su acción ininterrumpida en la historia. La tarea principal de la Iglesia es justamente anunciar a Jesucristo como camino, verdad y vida. Reconocerlo como camino supone aceptarlo como la mediación necesaria para llegar al Padre; mirarlo como verdad lleva a huir de cualquier tipo de relativismo, tan arraigado en nuestra sociedad contemporánea; percibirlo como la vida nos da la capacidad de mirar nuestro destino definitivo a la luz de quien ya ha vencido a la muerte y, por eso mismo, puede darnos parte en su resurrección.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Alfa y Omega
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