viernes, 5 de agosto de 2016

“El perdón de Dios no conoce límites”, lo recuerda el Papa en Asís, invitando a no renunciar a ser signos de perdón e instrumentos de misericordia

Quisiera recordar hoy, queridos hermanos y hermanas, ante todo, las palabras que, según la antigua tradición, San Francisco pronunció justamente aquí ante todo el pueblo y los obispos: «Quiero enviar a todos al paraíso». ¿Qué cosa más hermosa podía pedir el Pobrecillo de Asís, si no el don de la salvación, de la vida eterna con Dios y de la alegría sin fin, que Jesús obtuvo para nosotros con su muerte y resurrección?
El Paraíso, después de todo, ¿qué es sino el misterio de amor que nos une por siempre con Dios para contemplarlo sin fin? La Iglesia profesa desde siempre esta fe cuando dice creer en la comunión de los santos. Jamás estamos solos cuando vivimos la fe; nos hacen compañía los santos y los beatos, y también las personas queridas que han vivido con sencillez y alegría la fe, y la han testimoniado con su vida. Hay un nexo invisible, pero no por eso menos real, que nos hace ser «un solo cuerpo», en virtud del único Bautismo recibido, animados por «un solo Espíritu» (cf. Ef 4,4). Quizás San Francisco, cuando pedía al Papa Honorio III la gracia de la indulgencia para quienes venían a la Porciúncula, pensaba en estas palabras de Jesús a sus discípulos: «En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿les habría dicho que voy a prepararles sitio? Cuando vaya y les prepare sitio, volveré y los llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estén también ustedes» (Jn 14,2-3).
La vía maestra es ciertamente la del perdón, que se debe recorrer para lograr ese puesto en el Paraíso. Es difícil perdonar. ¿Cuánto cuesta, a nosotros, perdonar a los demás? Pensemos un poco. Y aquí, en la Porciúncula, todo habla de perdón. Qué gran regalo nos ha hecho el Señor enseñándonos a perdonar  –o, al menos, tener el deseo de perdonar-  para experimentar en carne propia la misericordia del Padre. Hemos escuchado la parábola con la que Jesús nos enseña a perdonar (cf. Mt 18,21-35). ¿Por qué debemos perdonar a una persona que nos ha hecho mal? Porque nosotros somos los primeros que hemos sido perdonados, e infinitamente más. No hay ninguno entre nosotros , aquí, que no haya sido perdonado. Cada uno piense… Pensemos en silencio en las cosas malas que hemos hecho y cómo el Señor nos las ha perdonado.  La parábola nos dice justamente esto: como Dios nos perdona, así también nosotros debemos perdonar a quien nos hace mal. Es la caricia del perdón. El corazón que perdona. El corazón que perdona, acaricia. Tan lejano de aquel gesto: ¡me la pagarás! El perdón es otra cosa.  Exactamente como en la oración que Jesús nos enseñó, el Padre Nuestro, cuando decimos: «Perdona nuestros pecados como también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo» (Mt 6,12). Las deudas son nuestros pecados ante Dios, y nuestros deudores son aquellos que nosotros debemos perdonar.

Cada uno de nosotros podría ser ese siervo de la parábola que tiene que pagar una gran deuda, pero es tan grande que jamás podría lograrlo. También nosotros, cuando en el confesionario nos ponemos de rodillas ante el sacerdote, repetimos simplemente el mismo gesto del siervo. Decimos: «Señor, ten paciencia conmigo». ¿Han pensado alguna vez en la paciencia de Dios? Tiene paciencia.  En efecto, sabemos bien que estamos llenos de defectos y recaemos frecuentemente en los mismos pecados. Sin embargo, Dios no se cansa de ofrecer siempre su perdón cada vez que se lo pedimos. Es un perdón pleno, total, con el que nos da la certeza de que, aun cuando podemos recaer en los mismos pecados, Él tiene piedad de nosotros y no deja de amarnos. Como el rey de la parábola, Dios se apiada, prueba un sentimiento de piedad junto con el de la ternura: es una expresión para indicar su misericordia para con nosotros. Nuestro Padre se apiada siempre cuando estamos arrepentidos, y nos manda a casa con el corazón tranquilo y sereno, diciéndonos que nos ha liberado y perdonado todo. El perdón de Dios no conoce límites; va más allá de nuestra imaginación y alcanza a quien reconoce, en el íntimo del corazón, haberse equivocado y quiere volver a Él. Dios mira el corazón que pide ser perdonado.

El problema, desgraciadamente, surge cuando nosotros nos ponemos a confrontarnos con nuestro hermano que nos ha hecho una pequeña injusticia. La reacción que hemos escuchado en la parábola es muy expresiva: «Págame lo que me debes» (Mt 18,28). En esta escena encontramos todo el drama de nuestras relaciones humanas. Todo el drama. Cuando nosotros estamos en deuda con los demás, pretendemos la misericordia; en cambio cuando estamos en crédito, invocamos la justicia. Y todos hacemos así, todos. Esta no es la reacción del discípulo de Cristo ni puede ser el estilo de vida de los cristianos. Jesús nos enseña a perdonar, y a hacerlo sin límites: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (v. 22). Así pues, lo que nos propone es el amor del Padre, no nuestra pretensión de justicia. En efecto, limitarnos a lo justo, no nos mostraría como discípulos de Cristo, que han obtenido misericordia a los pies de la cruz sólo en virtud del amor del Hijo de Dios. No olvidemos, las palabras severas con las que se concluye la parábola: «Lo mismo hará con ustedes mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano» (v. 35).

Queridos hermanos y hermanas: el perdón del que nos habla San Francisco se ha hecho «cauce» aquí en la Porciúncula, y continúa a «generar paraíso» todavía después de ocho siglos. En este Año Santo de la Misericordia, es todavía más evidente cómo la vía del perdón puede renovar verdaderamente la Iglesia y el mundo. Ofrecer el testimonio de la misericordia en el mundo de hoy es una tarea que ninguno de nosotros puede rehuir. Repito: ofrecer el testimonio de la misericordia en el mundo de hoy es una tarea que ninguno puede rehuir. El mundo necesita el perdón; demasiadas personas viven encerradas en el rencor e incuban el odio, porque, incapaces de perdonar, arruinan su propia vida y la de los demás, en lugar de encontrar la alegría de la serenidad y de la paz. Pedimos a San Francisco que interceda por nosotros, para que jamás renunciemos a ser signos humildes de perdón e instrumentos de misericordia. Y podemos orar por esto. Cada uno a su manera.  Invito a los frailes y a los obispos  a ir a los confesionarios - también yo iré-  para estar a disposición del perdón. Hoy nos hará bien recibirlo, aquí, juntos. Que el Señor nos dé la gracia de decir aquella palabra que el Padre no nos deja terminar de decir, aquella que dijo el hijo pródigo:  “Padre he pecado con…”   le tapó la boca y lo abrazó.  Nosotros comenzaremos a decir y Él nos tapará la boca y nos vestirá. “ Pero Padre, tengo miedo de hacer lo mismo mañana”. ¡Vuelve! El Padre siempre está mirando hacia el camino. Mira en espera que regrese el hijo pródigo y todos nosotros lo somos. Que el Señor nos dé esta gracia.
(Raúl Cabrera, Radio Vaticano)
(from Vatican Radio)



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