viernes, 20 de marzo de 2015

Teresa y Jesús: amor que obra la semejanza

Tocada por dentro: «Aguardar a que el Señor obrase»
De jovencita, se había acostumbrado a un modo de orar de intuitiva cercanía a Cristo Hombre. Teresa se representaba a sí misma, junto a Él, abandonado de todos en el huerto de Getsemaní, la noche de la traición. Y acompañaba su desamparo.
Con la lectura del Tercer Abecedario comenzó a practicar el recogimiento interior. Recogerse era para ella abrirse amorosamente a la presencia del Señor: «Procuraba lo más que podía traer a Jesucristo, nuestro Bien y Señor, dentro de mí presente» (Vida 4, 7). Son años de acercamiento y búsqueda.
Pero conoció más adelante el enfriamiento del amor, cuando su encanto de mujer la tuvo permanentemente atada al locutorio, en las interminables visitas de quien rondaba sus gracias. Y sin embargo, todos le aseguraban que no había nada malo en ello: «que no era mal ver persona semejante, ni perdía honra, antes que la ganaba» (Vida 7, 7). Y el mismo Cristo se presenta ante ella cuando está con esas amistades, mostrándole cuánto le pesa verla extraviada, desentendida de su amor.
Ni eso le valió. Esta frívola distracción había encadenado los afectos de Teresa. Ni haciéndose fuerza podía deshacerse de sus grilletes. Tuvo que ser de nuevo el sufriente, el injuriado, el escarnecido Cristo de la pasión quien la apasionara para siempre. Y ella le suplica que la haga al fin fuerte y libre, hincada a sus pies, y como María Magdalena, deshecha en llanto.
Y comenzó a cambiar. El protagonismo de Cristo será creciente, avasallador, en la conquista de esta plaza fuerte que es Teresa, la de corazón recio. Una conquista de besos y vibrantes palabras de amor que zarandearon los cimientos de esta mujer: «Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles». Y se obró el milagro.
«Tenía este modo de oración, que, como no podía discurrir con el entendimiento, procuraba representar a Cristo dentro de mí; y hallábame mejor –a mi parecer– de las partes adonde le veía más solo. Parecíame a mí que, estando solo y afligido, como persona necesitada, me había de admitir a mí. De estas simplicidades tenía muchas; en especial me hallaba muy bien en la oración del huerto; allí era mi acompañarle; pensaba en aquel sudor y aflicción que allí había tenido; si podía, deseaba limpiarle aquel tan penoso sudor; mas acuérdome que jamás osaba determinarme a hacerlo, como se me representaban mis pecados tan graves. Estábame allí lo más que me dejaban mis pensamientos con él, porque eran muchos los que me atormentaban. Muchos años, las más noches, antes que me durmiese (cuando para dormir me encomendaba a Dios), siempre pensaba un poco en este paso de la oración del huerto, aun desde que no era monja, porque me dijeron se ganaban muchos perdones. Y tengo para mí que por aquí ganó muy mucho mi alma, porque comencé a tener oración sin saber qué era, y ya la costumbre tan ordinaria me hacía no dejar esto, como el no dejar de santiguarme para dormir» (Vida 9, 4).

Estarse con Él: «Acallado el entendimiento»

 Hay muchos modos de mirar, de mirarse. La mirada en Teresa es oración. Ese mirarse de Cristo y ella trasluce una relación personal, de inmediata viveza, en la que cada uno sabe de la presencia atenta y amorosa del otro. Y no hace falta más. Viven esa etapa de la relación en que se puede amar mirándose al fondo de los ojos, y descubriendo allí la propia alma. Las palabras son entonces lo de menos. Y, si llegan a surgir, son tan sólo un latido, un suspiro, una súplica, un susurro. Palabras de amor, sencillas y cálidas:
«Pues, tornando a lo que decía (de pensar a Cristo a la columna), es bueno discurrir un rato y pensar las penas que allí tuvo, y por qué las tuvo, y quién es el que las tuvo, y el amor con que las pasó; mas que no se canse siempre en andar a buscar esto, sino que se esté allí con él, acallado el entendimiento. Si pudiere, ocuparle en que mire que le mira, y le acompañe y hable y pida y se humille y regale con él, y acuerde que no merecía estar allí. Cuando pudiere hacer esto (aunque sea al principio de comenzar oración), hallará grande provecho, y hace muchos provechos esta manera de oración; al menos, hallóle mi alma» (Vida 13, 22).

Cristo Hombre: «Tan buen amigo al lado»
Cristo Hombre expresa la inaudita proximidad de Dios y su deseo de compartir la suerte humana. «Compañero nuestro», empeñado en amar hasta el extremo en la dificultad: «no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros».
Por ello, se lamentará Teresa del tiempo en que se dejó contagiar por teorías contrarias a la Humanidad de Cristo, de corte neoplatónico, que invitaban a desentenderse de todo lo corpóreo. Pronto percibe que va por mal camino, que en lugar de avanzar en la relación, se queda fría y como «en el aire». Su carácter humanizador la lleva a reaccionar enérgicamente y convertirse en vigorosa defensora de un modo de orar en el que Cristo sea el centro. No importa la etapa espiritual en que uno se encuentre. Por Él nos vienen todos los bienes. Ella renuncia gustosa a cualquier gracia que le pudiera llegar por otra vía. La mística de Teresa está transida de Cristo: «Quisiera yo traer delante de los ojos su retrato e imagen, ya que no podía traerle esculpido en mi alma como yo quisiera» (Vida 22, 4).
Y como un amigo ante otro, Cristo llega hasta Teresa, «con quien tenía conversación tan continua». Y la palabra del Señor resuena tan intensa que no la capta el oído, pero se vierte mansamente en la sangre de Teresa como un bálsamo: «yo soy y no te desampararé». Es la suya siempre una palabra que «trae consigo esculpida una verdad».
Y el Señor también se le dejará ver, como a los amigos en la mañana de Pascua, en carne resucitada: «De ver a Cristo me quedó imprimida su grandísima hermosura».
Verdad que se esculpe en el alma, hermosura que se imprime en sus adentros. Así es Cristo para ella.

Su persona desprende una majestad infinita, pero con todo, lo que a Teresa le conmueve es la humildad y cercanía con que se le muestra, lejanísima del señorío ficticio de este mundo. Y sobre todo, le deslumbra tanto amor…
 «Pues quiero concluir con esto: que siempre que se piense de Cristo, nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes, y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene; que amor saca amor. Y aunque sea muy a los principios y nosotros muy ruines, procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos para amar; porque, si una vez nos hace el Señor merced que se nos imprima en el corazón este amor, sernos ha todo fácil y obraremos muy en breve y muy sin trabajo. Dénosle su Majestad, pues sabe lo mucho que nos conviene, por el que él nos tuvo y por su glorioso Hijo, a quien tan a su costa nos le mostró. Amén» (Vida 22, 14).
Fuente: Carmelitas Descalzas de Puzol, 

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