Tocada
por dentro: «Aguardar a que el Señor obrase»
De
jovencita, se había acostumbrado a un modo de orar de intuitiva cercanía a
Cristo Hombre. Teresa se representaba a sí misma, junto a Él, abandonado de
todos en el huerto de Getsemaní, la noche de la traición. Y acompañaba su
desamparo.
Con la
lectura del Tercer Abecedario comenzó a practicar el recogimiento interior. Recogerse era para ella
abrirse amorosamente a la presencia del Señor: «Procuraba lo más que podía
traer a Jesucristo, nuestro Bien y Señor, dentro de mí presente» (Vida 4, 7).
Son años de acercamiento y búsqueda.
Pero
conoció más adelante el enfriamiento del amor, cuando su encanto de mujer la
tuvo permanentemente atada al locutorio, en las interminables visitas de quien
rondaba sus gracias. Y sin embargo, todos le aseguraban que no había nada malo
en ello: «que no era mal ver persona semejante, ni perdía honra, antes que la
ganaba» (Vida 7, 7). Y el mismo Cristo se presenta ante ella cuando está con
esas amistades, mostrándole cuánto le pesa verla extraviada, desentendida de su
amor.
Ni eso le
valió. Esta frívola distracción había encadenado los afectos de Teresa. Ni
haciéndose fuerza podía deshacerse de sus grilletes. Tuvo que ser de nuevo el
sufriente, el injuriado, el escarnecido Cristo de la pasión quien la apasionara
para siempre. Y ella le suplica que la haga al fin fuerte y libre, hincada a
sus pies, y como María Magdalena, deshecha en llanto.
Y comenzó
a cambiar. El protagonismo de Cristo será creciente, avasallador, en la
conquista de esta plaza fuerte que es Teresa, la de corazón recio. Una
conquista de besos y vibrantes palabras de amor que zarandearon los cimientos
de esta mujer: «Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con
ángeles». Y se obró el milagro.
«Tenía
este modo de oración, que, como no podía discurrir con el entendimiento,
procuraba representar a Cristo dentro de mí; y hallábame mejor –a mi parecer–
de las partes adonde le veía más solo. Parecíame a mí que, estando solo y
afligido, como persona necesitada, me había de admitir a mí. De estas
simplicidades tenía muchas; en especial me hallaba muy bien en la oración del huerto;
allí era mi acompañarle; pensaba en aquel sudor y aflicción que allí había
tenido; si podía, deseaba limpiarle aquel tan penoso sudor; mas acuérdome que
jamás osaba determinarme a hacerlo, como se me representaban mis pecados tan
graves. Estábame allí lo más que me dejaban mis pensamientos con él, porque
eran muchos los que me atormentaban. Muchos años, las más noches, antes que me
durmiese (cuando para dormir me encomendaba a Dios), siempre pensaba un poco en
este paso de la oración del huerto, aun desde que no era monja, porque me
dijeron se ganaban muchos perdones. Y tengo para mí que por aquí ganó muy mucho
mi alma, porque comencé a tener oración sin saber qué era, y ya la costumbre
tan ordinaria me hacía no dejar esto, como el no dejar de santiguarme para
dormir» (Vida 9, 4).
Estarse
con Él: «Acallado el entendimiento»
Hay
muchos modos de mirar, de mirarse. La mirada en Teresa es oración. Ese mirarse
de Cristo y ella trasluce una relación personal, de inmediata viveza, en la que
cada uno sabe de la presencia atenta y amorosa del otro. Y no hace falta más.
Viven esa etapa de la relación en que se puede amar mirándose al fondo de los
ojos, y descubriendo allí la propia alma. Las palabras son entonces lo de
menos. Y, si llegan a surgir, son tan sólo un latido, un suspiro, una súplica,
un susurro. Palabras de amor, sencillas y cálidas:
«Pues,
tornando a lo que decía (de pensar a Cristo a la columna), es bueno discurrir
un rato y pensar las penas que allí tuvo, y por qué las tuvo, y quién es el que
las tuvo, y el amor con que las pasó; mas que no se canse siempre en andar a
buscar esto, sino que se esté allí con él, acallado el entendimiento. Si
pudiere, ocuparle en que mire que le mira, y le acompañe y hable y pida y se
humille y regale con él, y acuerde que no merecía estar allí. Cuando pudiere
hacer esto (aunque sea al principio de comenzar oración), hallará grande
provecho, y hace muchos provechos esta manera de oración; al menos, hallóle mi
alma» (Vida 13, 22).
Cristo
Hombre: «Tan buen amigo al lado»
Cristo Hombre expresa la inaudita proximidad de Dios y su deseo de compartir la suerte humana. «Compañero nuestro», empeñado en amar hasta el extremo en la dificultad: «no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros».
Cristo Hombre expresa la inaudita proximidad de Dios y su deseo de compartir la suerte humana. «Compañero nuestro», empeñado en amar hasta el extremo en la dificultad: «no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros».
Por ello,
se lamentará Teresa del tiempo en que se dejó contagiar por teorías contrarias
a la Humanidad de Cristo, de corte neoplatónico, que invitaban a desentenderse
de todo lo corpóreo. Pronto percibe que va por mal camino, que en lugar de
avanzar en la relación, se queda fría y como «en el aire». Su carácter
humanizador la lleva a reaccionar enérgicamente y convertirse en vigorosa
defensora de un modo de orar en el que Cristo sea el centro. No importa la
etapa espiritual en que uno se encuentre. Por Él nos vienen todos los bienes.
Ella renuncia gustosa a cualquier gracia que le pudiera llegar por otra vía. La
mística de Teresa está transida de Cristo: «Quisiera yo traer delante de los
ojos su retrato e imagen, ya que no podía traerle esculpido en mi alma como yo
quisiera» (Vida 22, 4).
Y como un amigo ante otro, Cristo llega hasta Teresa, «con quien tenía conversación tan continua». Y la palabra del Señor resuena tan intensa que no la capta el oído, pero se vierte mansamente en la sangre de Teresa como un bálsamo: «yo soy y no te desampararé». Es la suya siempre una palabra que «trae consigo esculpida una verdad».
Y el Señor también se le dejará ver, como a los amigos en la mañana de Pascua, en carne resucitada: «De ver a Cristo me quedó imprimida su grandísima hermosura».
Verdad que se esculpe en el alma, hermosura que se imprime en sus adentros. Así es Cristo para ella.
Su persona desprende una majestad infinita, pero con todo, lo que a Teresa le conmueve es la humildad y cercanía con que se le muestra, lejanísima del señorío ficticio de este mundo. Y sobre todo, le deslumbra tanto amor…
Y como un amigo ante otro, Cristo llega hasta Teresa, «con quien tenía conversación tan continua». Y la palabra del Señor resuena tan intensa que no la capta el oído, pero se vierte mansamente en la sangre de Teresa como un bálsamo: «yo soy y no te desampararé». Es la suya siempre una palabra que «trae consigo esculpida una verdad».
Y el Señor también se le dejará ver, como a los amigos en la mañana de Pascua, en carne resucitada: «De ver a Cristo me quedó imprimida su grandísima hermosura».
Verdad que se esculpe en el alma, hermosura que se imprime en sus adentros. Así es Cristo para ella.
Su persona desprende una majestad infinita, pero con todo, lo que a Teresa le conmueve es la humildad y cercanía con que se le muestra, lejanísima del señorío ficticio de este mundo. Y sobre todo, le deslumbra tanto amor…
«Pues
quiero concluir con esto: que siempre que se piense de Cristo, nos acordemos
del amor con que nos hizo tantas mercedes, y cuán grande nos le mostró Dios en
darnos tal prenda del que nos tiene; que amor saca amor. Y aunque sea muy a los
principios y nosotros muy ruines, procuremos ir mirando esto siempre y
despertándonos para amar; porque, si una vez nos hace el Señor merced que se
nos imprima en el corazón este amor, sernos ha todo fácil y obraremos muy en
breve y muy sin trabajo. Dénosle su Majestad, pues sabe lo mucho que nos
conviene, por el que él nos tuvo y por su glorioso Hijo, a quien tan a su costa
nos le mostró. Amén» (Vida 22, 14).
Fuente: Carmelitas Descalzas de Puzol,
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