Dos hermanos santos desde los primeros tiempos; mártires y popularísimos patronos de médicos y boticarios. Dicen que curaban sin pedir dinero y que, después de muertos, repartieron salud a manos llenas sobre quienes recurrieron a su intercesión.
Una idea de la extensión de su devoción la dan los numerosos lugares de culto que llevan sus nombres casi siempre inseparables. De Oriente a Occidente fue pasando la veneración: Constantinopla, Panfilia, Matalasca en Capadocia, Jerusalén y Mesopotamia. Patronos del Hospital de Edesa, donde san Sabas transformó la casa heredada de sus padres en basílica en honor de los santos. En Egipto testifica su culto el calendario Oxyrhynco del año 535. También entre los coptos se extendió su devoción y en Tesalónica hay un mosaico con sus figuras. San Gregorio de Tours escribió sobre los dos hermanos en De gloria martyrum; San Fulgencio promueve su culto en Cagliari (Cerdeña); Rávena conserva mosaicos de ellos que se remontan hasta los siglos vi y vii y el santoral visigótico Veronense los incluye entre los santos que celebra la Iglesia en España. Más de diez templos llevan sus nombres en la ciudad de Roma. Una aclamación tan popular no podía menos de terminar con sus nombres incluidos nada menos que en el Canon de la Misa.
Cosme y Damián murieron, según parece, a finales del siglo III o comienzos del IV.
Remontando la historia hasta allá, se nota que la leyenda ha ido sedimentando en torno a su indudable existencia histórica y final martirial capas y más capas de afirmaciones y sugerentes posibilidades que llegaron a tomarse como verdades; se fueron contando de ellos anécdotas más o menos verosímiles y referencias prodigiosas que los devotos oyentes escuchaban gozosos entre la sorpresa y la admiración.
Era lógico que un culto tan ampliamente extendido acabara por crear en torno a las figuras de los supuestos médicos y hermanos una aureola formada por las respuestas que siempre alguien estuvo dispuesto a dar con la sana intención de saciar la curiosidad sana de los fieles seguidores de los santos. No intentaron mentir; sí hubo voluntad de ensalzar; la fantasía transmite lo posible como verdadero y de ahí no es difícil llegar a la exageración. Y más, todo eso se da en un tiempo y circunstancias en los que no importaba demasiado el actual criterio de historicidad.
¿Qué queda entonces de las lejanas figuras de estos santos?
Parece ser que los dos eran hermanos, que entendían cosas de la medicina de su tiempo y la ejercían, que conocieron el cristianismo y recibieron el don de la fe. Luego llega su bautismo y el martirio final.
No es ni mucho ni poco. A mí me parece suficiente.
Alguien se atrevió a describir su martirio diciendo que sufrieron diversos tormentos, que fueron cargados de cadenas, metidos en cárceles, pasados por agua hirviendo y fuego, crucificados y luego asaeteados sin que sufrieran daño alguno, hasta morir decapitados en el año 300. Pero estas Gesta Cosmae et Damiani no merecen mucho crédito por ser leyenda hagiográfica y conocerse bien su género.
El éxito de sus intervenciones posteriores, como son las milagrosas curaciones que se le atribuyen, está en dependencia del querer de Dios y de la fe de quien las pide. El siempre agobiante problema de la salud humana no está sometido a la evolución de la historia ni del tiempo. Como hubo enfermos siempre, y, como se cuenta que estos santos fueron médicos, entra dentro de la lógica humana que la riada de débiles-físicos-creyentes-verdaderos acudiera entonces a ellos y algunos se curaran.
La manía del escéptico de todos los tiempos se pregunta: «¿y por qué no se dan esas curaciones ahora?». Sin conceder la pregunta que supone negación, tengo una respuesta pronta y formulada a lo gallego: «¿Se pide con la fe de ayer, con agradecida disposición al cambio de vida, o se pone hoy más la confianza en el diagnóstico por imagen de los sofisticados medios técnicos de que disponen los médicos?».
Algún santo que difundía su devoción, sin negar las curaciones de las que hablaba sin miedo, puede sugerir otra pista sobre la salud que protegen los santos mártires desde el Cielo: daba el salto y afirmaba –por altura– que la salud verdadera que propician Cosme y Damián consiste en llevar a la conversión a quienes les rezan con fe. ¿O es que no es mejor vivir cerca de Dios, con alegría y sin salud, que vivir pletórico de fuerzas y lejos de Dios? Un cristiano está convencido de que vale más que el bien físico estar sano por dentro.
Bastan para creer los milagros del Evangelio: los ciegos que ven, los paralíticos que saltan, los leprosos que sanan, los endemoniados que empiezan a gozar y hasta los muertos que resucitan. Pero aún esos mismos –históricos– no son más que expresión imperfecta de la definitiva salud que Cristo trajo al hombre enfermo. Sí, ese que somos tú y yo, y el vecino, y la novia, y el abuelo.
Archimadrid.org
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