Sin duda, la
parábola más cautivadora de Jesús es la del «padre bueno», mal llamada
«parábola del hijo pródigo». Precisamente este «hijo menor» ha atraído siempre
la atención de comentaristas y predicadores. Su vuelta al hogar y la acogida
increíble del padre han conmovido a todas las generaciones cristianas.
Sin embargo, la
parábola habla también del «hijo mayor», un hombre que permanece junto a su
padre, sin imitar la vida desordenada de su hermano, lejos del hogar. Cuando le
informan de la fiesta organizada por su padre para acoger al hijo perdido,
queda desconcertado. El retorno del hermano no le produce alegría, como a su
padre, sino rabia: «se indignó y se negaba a entrar» en la fiesta. Nunca se
había marchado de casa, pero ahora se siente como un extraño entre los suyos.
El padre sale a invitarlo
con el mismo cariño con que ha acogido a su hermano. No le grita ni le da
órdenes. Con amor humilde «trata de persuadirlo» para que entre en la fiesta de
la acogida. Es entonces cuando el hijo explota dejando al descubierto todo su
resentimiento. Ha pasado toda su vida cumpliendo órdenes del padre, pero no
ha aprendido a amar como ama él. Ahora solo sabe exigir sus derechos y denigrar
a su hermano.
Esta es la tragedia del
hijo mayor. Nunca se ha marchado de casa, pero su corazón ha estado
siempre lejos. Sabe cumplir mandamientos pero no sabe amar. No entiende el
amor de su padre a aquel hijo perdido. Él no acoge ni perdona, no quiere saber
nada con su hermano. Jesús termina su parábola sin satisfacer nuestra
curiosidad: ¿entró en la fiesta o se quedó fuera?
Envueltos en la crisis
religiosa de la sociedad moderna, nos hemos habituado a hablar de creyentes e
increyentes, de practicantes y de alejados, de matrimonios bendecidos por la
Iglesia y de parejas en situación irregular... Mientras nosotros
seguimos clasificando a sus hijos, Dios nos sigue esperando a todos, pues
no es propiedad de los buenos ni de los practicantes. Es Padre de todos.
El «hijo mayor» es una
interpelación para quienes creemos vivir junto a él. ¿Qué estamos haciendo
quienes no hemos abandonado la Iglesia? ¿Asegurar nuestra supervivencia
religiosa observando lo mejor posible lo prescrito, o ser testigos del amor
grande de Dios a todos sus hijos e hijas? ¿Estamos construyendo
comunidades abiertas que saben comprender, acoger y acompañar a quienes buscan
a Dios entre dudas e interrogantes? ¿Levantamos barreras o tendemos puentes?
¿Les ofrecemos amistad o los miramos con recelo?
José Antonio Pagola
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