Queridos
hermanos y hermanas, ¡feliz Pascua!
El
amor ha derrotado al odio, la vida ha vencido a la muerte, la luz ha disipado
la oscuridad.
Jesucristo,
por amor a nosotros, se despojó de su gloria divina; se vació de sí mismo,
asumió la forma de siervo y se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz. Por
esto Dios lo ha exaltado y le ha hecho Señor del universo. Jesús es el Señor.
Con
su muerte y resurrección, Jesús muestra a todos la vía de la vida y la
felicidad: y esta vía es la humildad, que comporta la humillación. Este es el
camino que conduce a la gloria. Sólo quien se humilla pueden ir hacia los
«bienes de allá arriba», a Dios (cf. Col 3,1-4). El orgulloso mira «desde
arriba hacia abajo», el humilde, «desde abajo hacia arriba».
La
mañana de Pascua, advertidos por las mujeres, Pedro y Juan corrieron al
sepulcro y lo encontraron abierto y vacío. Entonces, se acercaron y se
«inclinaron» para entrar en la tumba. Para entrar en el misterio hay que
«inclinarse», abajarse. Sólo quien se abaja comprende la glorificación de Jesús
y puede seguirlo en su camino.
El
mundo propone imponerse a toda costa, competir, hacerse valer... Pero los
cristianos, por la gracia de Cristo muerto y resucitado, son los brotes de otra
humanidad, en la cual tratamos de vivir al servicio de los demás, de no ser
altivos, sino disponibles y respetuosos.
Esto
no es debilidad, sino autentica fuerza. Quién lleva en sí el poder de Dios, de
su amor y su justicia, no necesita usar violencia, sino que habla y actúa con
la fuerza de la verdad, de la belleza y del amor.
Imploremos
hoy al Señor resucitado la gracia de no ceder al orgullo que fomenta la
violencia y las guerras, sino que tengamos el valor humilde del perdón y de la
paz. Pedimos a Jesús victorioso que alivie el sufrimiento de tantos hermanos
nuestros perseguidos a causa de su nombre, así como de todos los que padecen
injustamente las consecuencias de los conflictos y las violencias que se están
produciendo. Son muchas.
Roguemos
ante todo por la amada Siria e Irak, para que cese el fragor de las armas y se
restablezca una buena convivencia entre los diferentes grupos que conforman
estos amados países. Que la comunidad internacional no permanezca inerte ante
la inmensa tragedia humanitaria dentro de estos países y el drama de tantos
refugiados.
Imploremos
la paz para todos los habitantes de Tierra Santa. Que crezca entre israelíes y
palestinos la cultura del encuentro y se reanude el proceso de paz, para poner
fin a años de sufrimientos y divisiones.
Pidamos
la paz para Libia, para que se acabe con el absurdo derramamiento de sangre por
el que está pasando, así como toda bárbara violencia, y para que cuantos se
preocupan por el destino del país se esfuercen en favorecer la reconciliación y
edificar una sociedad fraterna que respete la dignidad de la persona. Y
esperemos que también en Yemen prevalezca una voluntad común de pacificación,
por el bien de toda la población.
Al
mismo tiempo, encomendemos con esperanza al Señor que es tan misericordioso el
acuerdo alcanzado en estos días en Lausana, para que sea un paso definitivo
hacia un mundo más seguro y fraterno.
Supliquemos
al Señor resucitado el don de la paz en Nigeria, Sudán del Sur y diversas
regiones del Sudán y la República Democrática del Congo. Que todas las personas
de buena voluntad eleven una oración incesante por aquellos que perdieron su
vida ―y pienso muy especialmente en los jóvenes asesinados el pasado jueves en
la Universidad de Garissa, en Kenia―, los que han sido secuestrados, los que
han tenido que abandonar sus hogares y sus seres queridos.
Que
la resurrección del Señor haga llegar la luz a la amada Ucrania, especialmente
a los que han sufrido la violencia del conflicto de los últimos meses. Que el
país reencuentre la paz y la esperanza gracias al compromiso de todas las
partes interesadas.
Pidamos
paz y libertad para tantos hombres y mujeres sometidos a nuevas y antiguas
formas de esclavitud por parte de personas y organizaciones criminales. Paz y
libertad para las víctimas de los traficantes de droga, muchas veces aliados
con los poderes que deberían defender la paz y la armonía en la familia humana.
E imploremos la paz para este mundo sometido a los traficantes de armas, que
ganan con la sangre de hombres y mujeres.
Y
que a los marginados, los presos, los pobres y los emigrantes, tan a menudo
rechazados, maltratados y desechados; a los enfermos y los que sufren; a los
niños, especialmente aquellos sometidos a la violencia; a cuantos hoy están de
luto; y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, llegue la voz
consoladora y sanadora del Señor Jesús: «La paz esté con ustedes». (Lc 24,36).
«No teman, he resucitado y siempre estaré con ustedes» (cf. Misal Romano,
Antífona de entrada del día de Pascua).
Saludos
de Pascua del Santo Padre
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