El relato evangélico que se lee en la noche pascual es de
una importancia excepcional. No solo se anuncia la gran noticia de que el
crucificado ha sido resucitado por Dios. Se nos indica, además, el camino que
hemos de recorrer para verlo y encontrarnos con él. Marcos habla de tres
mujeres admirables que no pueden olvidar a Jesús. Son María de Magdala, María
la de Santiago y Salomé. En sus corazones se ha despertado un proyecto absurdo
que solo puede nacer de su amor apasionado: «comprar aromas para ir al sepulcro
a embalsamar su cadáver».
Lo sorprendente es que, al llegar al sepulcro, observan que está
abierto. Cuando se acercan más, ven a un «joven vestido de blanco» que las
tranquiliza de su sobresalto y les anuncia algo que jamás hubieran sospechado.
Pero, si no está en el sepulcro, ¿dónde se le puede ver?, ¿dónde nos
podemos encontrar con él? El joven les recuerda a las mujeres algo que ya les
había dicho Jesús: «Él va delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis». Para
«ver» al resucitado hay que volver a Galilea. ¿Por qué? ¿Para qué?
Al resucitado no se le puede «ver» sin hacer su propio recorrido. Para
experimentarlo lleno de vida en medio de nosotros, hay que volver al punto de
partida y hacer la experiencia de lo que ha sido esa vida que ha
llevado a Jesús a la crucifixión y resurrección. Si no es así, la
«Resurrección» será para nosotros una doctrina sublime, un dogma sagrado, pero
no experimentaremos a Jesús vivo en nosotros.
Galilea ha sido el escenario principal de su actuación. Allí le han visto
sus discípulos curar, perdonar, liberar, acoger, despertar en todos una
esperanza nueva. Ahora sus seguidores hemos de hacer lo mismo. No estamos
solos. El resucitado va delante de nosotros. Lo iremos viendo si
caminamos tras sus pasos. Lo más decisivo para experimentar al «resucitado»
no es el estudio de la teología ni la celebración litúrgica sino el seguimiento
fiel a Jesús.
José Antonio Pasgola
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