El Señor no duerme, vela el guardián de su pueblo (cf. Sal 121,4), para sacarlo de la esclavitud y para abrirle el camino
de la libertad.
El Señor vela y, con la fuerza de su amor, hace pasar al pueblo
a través del Mar Rojo; y hace pasar a Jesús a través del abismo de la muerte y
de los infiernos.
Esta fue una noche de vela para los discípulos y las discípulas
de Jesús. Noche de dolor y de temor. Los hombres permanecieron cerrados en el
Cenáculo. Las mujeres, sin embargo, al alba del día siguiente, fueron al
sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús. Sus corazones estaban llenos de emoción
y se preguntaban: «¿Cómo haremos para entrar?, ¿quién nos removerá la piedra de
la tumba?...». Pero he aquí el primer signo del Acontecimiento: la gran piedra
ya había sido removida, y la tumba estaba abierta.
«Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a la
derecha, vestido de blanco» (Mc 16,5). Las mujeres fueron las primeras que
vieron este gran signo: el sepulcro vacío; y fueron las primeras en entrar.
«Entraron en el sepulcro». En esta noche de vigilia, nos viene
bien detenernos en reflexionar sobre la experiencia de las discípulas de Jesús,
que también nos interpela a nosotros. Efectivamente, para eso estamos aquí:
para entrar, para entrar en el misterio que Dios ha realizado con su vigilia de
amor.
No se puede vivir la Pascua sin entrar en el misterio. No es un
hecho intelectual, no es sólo conocer, leer... Es más, es mucho más.
«Entrar en el misterio» significa capacidad de asombro, de
contemplación; capacidad de escuchar el silencio y sentir el susurro de ese
hilo de silencio sonoro en el que Dios nos habla (cf. 1 Re 19,12).
Entrar en el misterio nos exige no tener miedo de la realidad:
no cerrarse en sí mismos, no huir ante lo que no entendemos, no cerrar los ojos
frente a los problemas, no negarlos, no eliminar los interrogantes...
Entrar en el misterio significa ir más allá de las cómodas certezas,
más allá de la pereza y la indiferencia que nos frenan, y ponerse en busca de
la verdad, la belleza y el amor, buscar un sentido no ya descontado, una
respuesta no trivial a las cuestiones que ponen en crisis nuestra fe, nuestra
fidelidad y nuestra razón.
Para entrar en el misterio se necesita humildad, la humildad de
abajarse, de apearse del pedestal de nuestro yo, tan orgulloso, de nuestra
presunción; la humildad para redimensionar la propia estima, reconociendo lo
que realmente somos: criaturas con virtudes y defectos, pecadores necesitados
de perdón. Para entrar en el misterio hace falta este abajamiento, que es
impotencia, vaciándonos de las propias idolatrías... adoración. Sin
adorar no se puede entrar en el misterio.
Todo esto nos enseñan las mujeres discípulas de Jesús. Velaron
aquella noche, junto la Madre. Y ella, la Virgen Madre, las ayudó a no perder
la fe y la esperanza. Así, no permanecieron prisioneras del miedo y del dolor,
sino que salieron con las primeras luces del alba, llevando en las manos sus
ungüentos y con el corazón ungido de amor. Salieron y encontraron la tumba
abierta. Y entraron. Velaron, salieron y entraron en el misterio. Aprendamos de
ellas a velar con Dios y con María, nuestra Madre, para entrar en el misterio
que nos hace pasar de la muerte a la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario