Haz todas las cosas, por pequeñas que sean,
con mucha atención y con el máximo esmero y diligencia; porque el hacer las
cosas con ligereza y precipitación es señal de presunción; el verdadero humilde
está siempre en guardia para no fallar aun en las cosas más insignificantes.
Por
la misma razón, practica siempre los ejercicios de piedad más corrientes y huye
de las cosas extraordinarias que te sugiere tu naturaleza; porque así como el
orgulloso quiere singularizarse siempre, así el humilde se complace en las cosas
corrientes y ordinarias.
Abandónate por completo en las manos de Dios y
sigue las disposiciones de su amable Providencia, como un hijo cariñoso se
abandona en los brazos de su amado padre. Déjale hacer lo que Él quiera, sin
turbarte e inquietarte por lo que pueda suceder; acepta con alegría, con
confianza y con respeto todo lo que de Él venga. Obrar de otro modo sería una
ingratitud hacia la bondad de su corazón, sería desconfiar de Él. La humildad
nos abisma de manera infinita bajo el ser infinito de Dios; pero al mismo tiempo
nos enseña que en Dios está toda nuestra fortaleza y todo nuestro
consuelo.
Piensa, por último, que nuestro divino Maestro aconsejaba a sus
discípulos que se tuviesen por siervos inútiles aun después de haber hecho todo
lo que les había sido mandado . De la misma manera, tú, cuando hayas observado
con la máxima exactitud estos consejos, debes tenerte por siervo inútil;
convéncete que lo debes no a tus fuerzas y méritos, sino a la bondad y a la
infinita misericordia de Dios; dale gracias por tan gran beneficio de todo
corazón. Finalmente pídele todos los días que te conserve este tesoro hasta el
momento en que tu alma, desligada de los vínculos que la tenían atada a las
criaturas, vuele libremente hacia el seno de su Creador para gozar allí
eternamente de la gloria que está reservada a los humildes.
S. S. León XIII
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