No se gloríe el sabio de su
sabiduría, no se gloríe el fuerte de su fortaleza, no se gloríe el rico de su
riqueza. Entonces, ¿en qué puede gloriarse con verdad el hombre? ¿Dónde halla
su grandeza? Quien se gloria —continúa el texto sagrado—, que se gloríe de
esto: de conocerme y comprender que soy el Señor.
En esto consiste la sublimidad del
hombre, su gloria y su dignidad, en conocer dónde se halla la verdadera
grandeza y adherirse a ella, en buscar la gloria que procede del Señor de la
gloria. [...] Por tanto, lo que hemos de hacer para gloriarnos de un modo
perfecto e irreprochable en el Señor es no enorgullecernos de nuestra propia
justicia, sino reconocer que en verdad carecemos de ella y que lo único que nos
justifica es la fe en Cristo.
En esto precisamente se gloría Pablo,
en despreciar su propia justicia y en buscar la que se obtiene por la fe y que
procede de Dios, para así tener íntima experiencia de Cristo, del poder de su
resurrección y de la comunión en sus padecimientos, muriendo su misma muerte,
con la esperanza de alcanzar la resurrección de entre los muertos.
Así caen por tierra toda altivez y orgullo. El
único motivo que te queda para gloriarte, oh hombre, y el único motivo de
esperanza consiste en hacer morir todo lo tuyo y buscar la vida futura en
Cristo; de esta vida poseemos ya las primicias, es algo ya incoado en nosotros,
puesto que vivimos en la gracia y en el don de Dios. [...]
Dios saca del peligro más allá de
toda esperanza humana. En nuestro interior dice también el Apóstol— dimos por
descontada la sentencia de muerte; así aprendimos a no confiar en nosotros,
sino en Dios que resucita a los muertos. Él nos salvó y nos salva de esas
muertes terribles; en él está nuestra esperanza, y nos seguirá salvando.
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