Hoy el papa asistió puntualmente a su cita con los fieles y peregrinos reunidos
en el patio interior del Palacio Apostólico de Castel Gandolfo, a fin de rezar
el Ángelus y meditar sobre el evangelio dominical.
Como introducción a
la oración mariana, Benedicto XVI centró su reflexión en el evangelio de hoy,
que es una continuación del relato del evangelio de Marcos leído en los últimos domingos. El papa recordó que en esta segunda parte, Jesús hace su último viaje
a Jerusalén, el cual será la cumbre de su misión; y allí mismo encontrará la
muerte "de manos de los hombres" (cf. Mc.9,31).
Este pasaje contiene la
segunda de las tres predicciones sucesivas de Jesús sobre lo que le pasará al
final de su vida, y que Marcos lo presenta en los capítulos 8,9 y 10. Aquí Jesús
dice: "El Hijo del hombre --una expresión con que se designa a sí mismo--, será
entregado en manos de los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto
resucitará" (Mc. 9,31). Sin embargo, los discípulos "no entendían lo que les
decía y temían preguntarle" (v. 32).
La breve catequesis del papa hace
ver que "está claro que entre Jesús y los discípulos hay una profunda distancia
interior; están, por así decirlo, en dos longitudes de onda diferentes". Lo que
ha querido profundizar Benedicto XVI con esta afirmación es que los discursos de
Jesús no eran entendidos con claridad por los apóstoles, o los asimilaban aún de
modo superficial.
Y destacó varios ejemplos para sustentar esta
hipótesis. Resaltó el hecho de que Pedro, a pesar de que había ya manifestado su
fe en Jesús como el Mesías, le "regaña" porque predijo su muerte cruenta.
También recuerda cómo después del segundo anuncio de la pasión, los discípulos
discutían sobre quién era el más grande entre ellos (cf. Mc. 9,34); y después,
en la tercera predicción, nos recuerda que Santiago y Juan le pidieron un sitio
a Jesús cerca a él en su gloria (cf. Mc. 10,35-40).
El papa fue más allá
e identificó otras señales que dejan ver la distancia que hubo entre Jesús y los
suyos casi hasta el final de su misión. Por ejemplo, el pasaje en que los
discípulos no lograron curar a un muchacho epiléptico, y fue Jesús quien lo sanó
con el poder de la oración (cf. Mc. 9,14-29). O cuando le llevaron niños hasta
donde estaba predicando, y los discípulos quisieron impedirlo; pero fue el mismo
Cristo quien intervino y les hizo quedarse, usando su cortedad como ejemplo de
que, solo el que es como un niño, podrá entrar en el Reino de Dios (cf. Mc.
10,13-16).
"¿Qué nos dice esto?", se preguntó el santo padre, para
responder que "la lógica de Dios es siempre `otra` respecto a la nuestra". Y
citó como referencia al profeta Isaías a quien Yahvé le reveló: "Mis
pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros proyectos son mis
proyectos" (Is. 55,8). Por ello, recordó a los fieles que el seguimiento del
Señor , "exige siempre al hombre una profunda conversión, un cambio en el modo
de pensar y de vivir, te obliga a abrir el corazón a la escucha para dejarse
iluminar y transformar interiormente".
Continuando con su reflexión, que
era seguida por los fieles en un profundo recogimiento, Benedicto XVI hizo ver
que un punto-clave en el que Dios y el hombre se diferencian es el orgullo. Y lo
sustentó diciendo: "en Dios no hay orgullo, porque Él es la plenitud y está
siempre dispuesto a amar y a dar vida; en nosotros los hombres, sin embargo, el
orgullo está profundamente arraigado y requiere una vigilancia constante y una
purificación".
"Nosotros, que somos pequeños, aspiramos a vernos
grandes, a ser los primeros", advirtió, recordando que Dios no teme de abajarse
y ser el último.
Exhortó finalmente a todos los creyentes a invocar a la
Virgen María con confianza, ya que ella está "perfectamente sintonizada con
Dios", y los ayude así "a seguir fielmente a Jesús en el camino del amor y de la
humildad."