A toda prisa Oscar y Gerard preparan las motos acuáticas. Saben que cada segundo cuenta. Centenares de refugiados se están ahogando a pocos kilómetros de su base en To Kyma. Nico y Oriol se suben en marcha sobre las camillas vacías. Todavía no saben qué se van a encontrar en alta mar. «Tuvimos que decidir quién vive y quién muere», nos contaba después Óscar Camps, el alma del dispositivo de rescate financiado con sus propios ahorros y, más tarde, con la solidaridad de miles de ciudadanos de todo el mundo ante la incapacidad e inacción manifiestas de los gobiernos de Europa.
«Lo más duro era tomar a los niños de los brazos de sus padres sabiendo que era muy posible que nunca más se fueran a ver». Los barcos de los guardacostas griegos y del Frontex europeo, que no están preparados para faenas de rescate sino policiales, se mostraron totalmente ineficaces para salvar a las más de cuarenta personas muertas o desaparecidas, muchos de ellos niños.
Dos niñas y dos niños de unos siete años son encontrados vagando por el puerto. Buscan a sus padres perdidos en el mar unas horas antes. Una voluntaria los acompaña al local donde se hacinan docenas de supervivientes. Los niños atisban desde la puerta con la esperanza de que sus padres estén entre los rescatados. Entre los murmullos y sollozos que llenan la sala, la voluntaria grita su apellido. Una mujer se levanta. La niñas saltan entre los cuerpos cubiertos de mantas y se abrazan a ella. Cuando el fotoperiodista abandona la sala un rato después, los dos niños están sentados en una esquina, solos. Sus padres siguen sin aparecer.
En los días siguientes, a los fotoperiodistas nos corresponde la labor de buscar por las playas los cuerpos de los ahogados para documentar lo que no se quiere ver. Emociona ver a una mujer griega llorar desconsolada mientras abraza el pequeño cuerpo de un bebé ahogado que acaba de encontrar cerca de su casa.
Alfa y Omega
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