La tensión sube a medida que pasa la hora de salida del tren que no llega. Se escucha un clamor cuando a lo lejos se vislumbra la figura de la vieja máquina. Centenares de personas se abalanzan sobre las puertas antes de que el convoy se detenga. Un policía comienza a golpear con su porra a los pasajeros más cercanos, mientras otros trepan por las ventanillas para no quedarse en tierra. Un padre de cuatro niños consigue, con gritos de «Family! Family!», subir finalmente al último asustado pequeño.
Varias familias quedan separadas en la debacle. Un padre con tres hijos grita por la ventanilla a los policías que dejen subir a la madre que se ha quedado rezagada en el andén. Los policías hacen caso omiso a sus súplicas y a los varios avisos que un periodista les da. Otras dos familias incompletas son obligadas a bajarse del tren si no quieren quedar separadas de sus hijos o padres. Mantener junta a la familia es la prioridad absoluta, muchas veces casi misión imposible, para los padres y madres. Si se pierden no saben si se podrán volver a encontrar en un camino del que no saben ni adónde va.
Un policía se lleva detenidos a los dos periodistas. No tienen el permiso escrito, diario, para hacer fotografías en la caótica estación. Tras casi una hora detenidos son puestos en libertad con la amenaza de peores consecuencias. Dos veces más serán detenidos en los siguientes días, afortunadamente sin graves problemas.
Pasan las horas y el viejísimo tren de metal se convierte en un horno para las personas hacinadas en su interior. Las escasas botellas de agua se convierten en una necesidad absoluta para los niños, que casi no pueden ni respirar dentro de los vagones. Por las ventanillas abiertas se ven bebés asomados, sujetos por sus agobiados y sudorosos padres, cuyos ojos se iluminan cuando alguien les entrega un poco de agua desde el andén. Las escenas de la estación recuerdan a los vagones de ganado en el que los judíos eran llevados a los campos de exterminio.
Alfa y Omega
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