La escena es
tensa y conflictiva. Jesús está paseando dentro del recinto del templo. De
pronto, un grupo de judíos lo rodea acosándolo con aire amenazador. Jesús no se
intimida, sino que les reprocha abiertamente su falta de fe: «Vosotros
no creéis porque no sois ovejas mías». El evangelista dice que, al terminar
de hablar, los judíos tomaron piedras para apedrearlo.
Para probar
que no son ovejas suyas, Jesús se atreve a explicarles qué significa ser de los
suyos. Solo subraya dos rasgos, los más esenciales e imprescindibles: «Mis
ovejas escuchan mi voz... y me siguen». Después de veinte siglos, los
cristianos necesitamos recordar de nuevo que lo esencial para ser la
Iglesia de Jesús es escuchar su voz y seguir sus pasos.
Lo primero es
despertar la capacidad de escuchar a Jesús. Desarrollar mucho más en nuestras
comunidades esa sensibilidad, que está viva en muchos cristianos sencillos que
saben captar la Palabra que viene de Jesús en toda su frescura y sintonizar
con su Buena Noticia de Dios.
Juan XXIII dijo en una ocasión que «la
Iglesia es como una vieja fuente de pueblo de cuyo grifo ha de correr siempre
agua fresca». En esta Iglesia vieja de veinte siglos hemos de hacer correr el
agua fresca de Jesús.
Si no
queremos que nuestra fe se vaya diluyendo progresivamente en formas decadentes
de religiosidad superficial, en medio de una sociedad que invade nuestras
conciencias con mensajes, consignas, imágenes, comunicados y reclamos de todo
género, hemos de aprender a poner en el centro de nuestras comunidades la
Palabra viva, concreta e inconfundible de Jesús, nuestro único Señor.
Pero no basta
escuchar su voz. Es necesario seguir a Jesús. Ha llegado el momento de
decidirnos entre contentarnos con una «religión burguesa» que
tranquiliza las conciencias pero ahoga nuestra alegría, o aprender a vivir la
fe cristiana como una aventura apasionante de seguir a Jesús.
La aventura
consiste en creer lo que él creyó, dar importancia a lo que él dio, defender
la causa del ser humano como él la defendió, acercarnos a los indefensos y
desvalidos como él se acercó, ser libres para hacer el bien como él, confiar en
el Padre como él confió y enfrentarnos a la vida y a la muerte con la esperanza
con que él se enfrentó.
Si quienes
viven perdidos, solos o desorientados pueden encontrar en la comunidad
cristiana un lugar donde se aprende a vivir juntos de manera más digna,
solidaria y liberada siguiendo a Jesús, la Iglesia estará ofreciendo a la
sociedad uno de sus mejores servicios.
José Antonio
Pagola
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