La Palabra se hizo carne y ha acampado ya entre nosotros; ha acampado,
ciertamente, por la fe en nuestros corazones, ha acampado en nuestra memoria,
ha acampado en nuestro pensamiento y desciende hasta la misma imaginación.
En efecto, ¿qué idea de Dios hubiera podido antes formarse el hombre, que no
fuese un ídolo fabricado por su corazón? Era incomprensible e inaccesible,
invisible y superior a todo pensamiento humano; pero ahora ha querido ser
comprendido, visto, accesible a nuestra inteligencia.
¿De qué modo?, te preguntarás. Pues yaciendo en un pesebre, reposando en el
regazo virginal, predicando en la montaña, pasando la noche en oración; o bien
pendiente de la cruz, en la lividez de la muerte, libre entre los muertos y
dominando sobre el poder de la muerte, como también resucitando al tercer día y
mostrando a los apóstoles la marca de los clavos, como signo de victoria, y
subiendo finalmente, ante la mirada de ellos, hasta lo más íntimo de los
cielos.
¿Hay algo de esto que no sea objeto de una verdadera, piadosa y santa
meditación? Cuando medito en cualquiera de estas cosas, mi pensamiento va hasta
Dios y, a través de todas ellas, llego hasta mi Dios.
A esta meditación la llamo sabiduría, y para mí la prudencia consiste en ir saboreando en la memoria la dulzura que la vara sacerdotal infundió tan abundantemente en estos frutos, dulzura de la que María disfruta con toda plenitud en el cielo y la derrama abundantemente sobre nosotros.
(Sermón sobre el acueducto: Opera omnia, edición cisterciense, 5 [1968], 282-283)
Fuente: News.va
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