La vida no es una improvisación. Nuestras decisiones más importantes
tampoco son espontáneas sino que van precedidas de muchas otras pequeñas y
cotidianas decisiones que van configurando el momento de la definitividad. Así
le sucedió también a Jesús. Su modo de estar en la vida y relacionarse con la
gente de forma compasiva y solidaria se le hizo “intolerable” a los poderosos
de este mundo. Hay vidas y palabras que molestan, porque la fuerza
transformadora del amor en ellas denuncia el desamor, la injusticia y la
violencia y revela complicidades que no queremos ver.
Hoy también, como proclama el papa Francisco,
resultan “molestos” los reclamos por la solidaridad universal, la distribución
justa de los bienes, la preservación de las fuentes de trabajo, el reconocimiento de la dignidad de
los débiles y la dignidad de la tierra, en
definitiva las exigencias de un Dios que se compromete con la justicia
(EG 203, 215). Por eso celebrar la pasión de Cristo es tomar conciencia que
Jesús “no murió”, sino que a Jesús “le arrancaron de la tierra de los vivos “( Is 53,8). Su muerte,
como la de tantas personas hoy en
nuestro mundo: tráfico de seres humanos, talleres clandestinos, accidentes laborales, violencia doméstica, rutas
migratorias (EG 211) no fue “accidental”,
sino que son “crónicas de una muerte anunciada “. La imagen del Siervo de Yahveh “despreciado y evitado por los hombres”, “desestimando”
“maltratado”, juzgado injustamente se
reproduce cotidianamente en nuestros ambientes. En nombre de Jesús se nos pide
posicionarnos ante ellos con las entrañas compasivas y solidarias del Dios que
es Padre y Madre de todos.
Pero no toda cruz es redentora ni el
sufrimiento en sí mismo es un valor ni algo deseable. A la cruz hay que mirarla
siempre por dos lados: el de los crucificadores y el de las víctimas. Por el
lado de los crucificadores hay que maldecir la cruz. Quizás nos hemos
acostumbrado demasiado a aquello de “Salve Cruz, única esperanza”, y hemos
olvidado que hay cruces que no son cristianas, sino legitimadoras del dolor y
la injusticia que recae sobre las vidas de los inocentes. Nada más contrario al
Dios todo compasivo de Jesús que la exaltación
del sufrimiento por el sufrimiento. Dios no ama la Cruz, sino a los crucificados, por eso se
pone en su lugar y no la rehúye, por eso el amor cristiano se concreta en la
faena de bajar de la cruz a los crucificados y por eso paga el precio de la
cruz, cruenta o incruenta.
Amar compasivamente al modo de Jesús hoy nos
hace participes de su pasión en el mundo y nos impide caer en espiritualidades
evasivas que no soportan la prueba del fracaso, la oscuridad ni el silencio. En
la cruz Dio nos muestra la densidad más honda de su misterio. Un Dios que no sólo
está a favor de las víctimas, sino “a merced de sus verdugos”. En la Cruz Dios expresa su máxima solidaridad y cercanía
con las víctimas generando una esperanza que no está reñida con la oscuridad y las
preguntas sin respuesta, una esperanza que no pasa por encima del desgarro
humano. En la Cruz Dios sostiene a su Hijo y a toda la humanidad sufriente desde
dentro de su corazón dolorido y despojado, ayudando a resistir y a encarar el
sufrimiento, capacitando para que ni siquiera el propio dolor y abandono se
conviertan en medida del mundo, sino que
sea pro-existencia, entrega y donación amorosa hasta el fin. Es posible morir y
vivir amando hasta el extremo.
Artículo escrito por Pepa Torres en REVISTA HOMILÉTICA 2015
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