sábado, 4 de abril de 2015

VIERNES SANTO


La vida no es una improvisación. Nuestras decisiones más importantes tampoco son espontáneas sino que van precedidas de muchas otras pequeñas y cotidianas decisiones que van configurando el momento de la definitividad. Así le sucedió también a Jesús. Su modo de estar en la vida y relacionarse con la gente de forma compasiva y solidaria se le hizo “intolerable” a los poderosos de este mundo. Hay vidas y palabras que molestan, porque la fuerza transformadora del amor en ellas denuncia el desamor, la injusticia y la violencia y revela complicidades que no queremos ver.

Hoy también, como proclama el papa Francisco, resultan “molestos” los reclamos por la solidaridad universal, la distribución justa de los bienes, la preservación de las fuentes de  trabajo, el reconocimiento de la dignidad de los débiles y la dignidad de la tierra, en  definitiva las exigencias de un Dios que se compromete con la justicia (EG 203, 215). Por eso celebrar la pasión de Cristo es tomar conciencia que Jesús “no murió”, sino que a Jesús “le arrancaron de la tierra de los vivos “( Is 53,8). Su muerte, como la de tantas personas hoy en nuestro mundo: tráfico de seres humanos, talleres clandestinos,  accidentes laborales, violencia doméstica, rutas migratorias (EG 211) no fue  “accidental”, sino que  son “crónicas de una muerte  anunciada “. La imagen del Siervo de Yahveh “despreciado y evitado por los hombres”, “desestimando” “maltratado”, juzgado injustamente se reproduce cotidianamente en nuestros ambientes. En nombre de Jesús se nos pide posicionarnos ante ellos con las entrañas compasivas y solidarias del Dios que es Padre y Madre de todos. 

Pero no toda cruz es redentora ni el sufrimiento en sí mismo es un valor ni algo deseable. A la cruz hay que mirarla siempre por dos lados: el de los crucificadores y el de las víctimas. Por el lado de los crucificadores hay que maldecir la cruz. Quizás nos hemos acostumbrado demasiado a aquello de “Salve Cruz, única esperanza”, y hemos olvidado que hay cruces que no son cristianas, sino legitimadoras del dolor y la injusticia que recae sobre las vidas de los inocentes. Nada más contrario al Dios todo compasivo de Jesús que la exaltación del sufrimiento por el sufrimiento. Dios no ama la  Cruz, sino a los crucificados, por eso se pone en su lugar y no la rehúye, por eso el amor cristiano se concreta en la faena de bajar de la cruz a los crucificados y por eso paga el precio de la cruz, cruenta o incruenta.


Amar compasivamente al modo de Jesús hoy nos hace participes de su pasión en el mundo y nos impide caer en espiritualidades evasivas que no soportan la prueba del fracaso, la oscuridad ni el silencio. En la cruz Dio nos muestra la densidad más honda de su misterio. Un Dios que no sólo está a favor de las víctimas, sino “a merced de sus verdugos”. En la Cruz Dios expresa su máxima solidaridad y cercanía con las víctimas generando una esperanza que no está reñida con la oscuridad y las preguntas sin respuesta, una esperanza que no pasa por encima del desgarro humano. En la Cruz Dios sostiene a su Hijo y a toda la humanidad sufriente desde dentro de su corazón dolorido y despojado, ayudando a resistir y a encarar el sufrimiento, capacitando para que ni siquiera el propio dolor y abandono se conviertan  en medida del mundo, sino que sea pro-existencia, entrega y donación amorosa hasta el fin. Es posible morir y vivir amando hasta el  extremo. 
Artículo escrito por Pepa Torres en REVISTA HOMILÉTICA 2015

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