Acabo de celebrar la Pascua con
mis discípulos. Era algo que había deseado ardientemente: la última Pascua,
antes de la pasión, antes de volver a ti. Pero, de pronto, se ha visto
alterada. El diablo había metido en la cabeza de un discípulo mío que me traicionara.
En el huerto de Getsemaní ha venido hacia mí. Con un gesto que es expresión de
amor, me ha saludado diciéndome: «Salve, Maestro». Y me ha besado. ¡Qué
amargura en aquel momento!
Durante la cena, te he suplicado, Padre,
que guardes a mis discípulos en tu nombre, para que sean uno, como nosotros.
Me rodean los soldados del gobernador.
Para ellos, ya no soy una persona, sino un objeto. Quieren divertirse conmigo,
burlarse de mí. Por eso me visten de rey. Han preparado incluso una corona,
pero de espinas. Me golpean en la cabeza con una caña. Me escupen. Me sacan
afuera.
Me tambaleo al dar los primeros pasos
hacia el Calvario. He perdido ya mucha sangre. Me resulta difícil sostener el
peso del madero que he de llevar. Y caigo a tierra.
Mi Madre está entre la gente. Mi corazón
late con fuerza. No consigo verla bien. La sangre me cubre la cara.
Oigo gritos a mi alrededor. Toman a la
fuerza a un campesino que pasaba por allí, seguramente por casualidad. Sin
muchas explicaciones, lo obligan a llevar mi peso. Me siento aliviado. Le
mandan que vaya detrás de mí. Iremos juntos hasta el lugar de mi suplicio...
Sin embargo, ahora este hombre carga incluso con la mía. Quizás ni siquiera
sabe quién soy, pero igualmente me ayuda y me sigue.
Entre la multitud hay muchas mujeres. Su
delicadeza impulsa a una de ellas a acercarse para secarme el rostro. Este
gesto me hace recordar otros encuentros.
No es sólo cansancio físico. Es algo más
profundo lo que me pasa. Ayer tarde estuve un buen rato postrado en oración al
Padre. Mi sudor era como gotas de sangre. Estaba ya en agonía. Estoy viviendo
la experiencia extrema y difícil de todo ser humano que se acerca a la muerte.
Gracias, Padre, por haberme enviado en ese momento un ángel del cielo a
consolarme.
Hace pocos días que llegué a Jerusalén.
Una comitiva de discípulos me acogió haciendo fiesta con regocijo. Incluso me
aclamaban diciendo: «Bendito el que viene en el nombre del Señor»... Ahora que
voy exhausto al Gólgota, oigo voces de mujeres que se lloran por mí y se dan
golpes de pecho.
Mi camino terreno llega a su fin. Cuando
nací, mi madre me puso en un pesebre. He pasado casi toda mi vida en Nazaret.
He formado parte de la historia del pueblo elegido.
Muchos escucharon mi palabra y me
siguieron, convirtiéndose en discípulos míos; otros no me comprendieron.
Algunos me rechazaron y, al final, me condenaron. Pero, en este momento, más
que nunca, me siento llamado a revelar el amor de Dios por los hombres.
Me quedo en silencio. Me siento
humillado por un gesto aparentemente banal. Hace horas que me quitaron la ropa.
Pienso en mi Madre, aquí presente. Mi humillación es también la suya. También
de esta manera una espada traspasó su alma. A ella le debía la túnica que me
arrebataron. Era un símbolo de su amor por mí.
Me están taladrando los pies y las
manos. Los brazos estirados... Miro a los que me crucifican. Pienso en los que
se lo han mandado: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
Jesús dijo a voz en grito: «Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Después, dirigiéndose a su Madre, dijo:
«Mujer, ahí tienes a tu hijo»; y al discípulo Juan: «Ahí tienes a tu madre».
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