Pocos minutos antes de las 17 horas de Roma, el santo padre Francisco entró en procesión en la basílica de San Pedro. En este día de luto en el que se conmemora la pasión y muerte del Señor, no tocaron las campanas y ni a su ingreso cantó el coro.
En medio del silencio que reinaba en la basílica, el Papa que vestía paramentos rojos y tiara blanca se postró sobre un tapete y almohadón ubicado delante del altar central, el del baldaquino del Bernini, debajo del cual está la tumba del apóstol Pedro. El Pontífice a continuación se puso de pié y se dirigió a su asiento ubicado en el lado izquierdo de la nave central.
Inició entonces la liturgia de la Palabra intercalada con algunos cantos interpretados por el Coro pontificio de la Capilla Sixtina que participó también en la lectura de la Pasión según el Evangelio de san Juan, el único apóstol que estuvo al pie de la Cruz con María y las santas mujeres, narración proclamada en latín por tres cantores.
La homilía la realizó el sacerdote capuchino, padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia quien señaló que a pesar de las muertes registradas todos los días por la crónica, después de dos mil años, la de Jesús se sigue recordando porque ha cambiado el sentido de la muerte.
Señaló que la cruz, en la sociedad líquida en la que vivimos, representa “un punto fijo, un «No» definitivo e irreversible de Dios a la violencia, a la injusticia, al odio, a la mentira, a todo lo que llamamos «el mal»; y, al mismo tiempo, es el «Sí», igualmente irreversible, al amor, a la verdad, al bien. «No» al pecado, «Sí» al pecador. Es lo que Jesús ha practicado durante toda su vida y que ahora consagra definitivamente con su muerte”, dijo.
Y el predicador exhortó a la esperanza porque encima «está la cruz de Cristo», “Salve, oh cruz, esperanza única del mundo”. Porque “el corazón de carne, prometido por Dios en los profetas –concluyó el sacerdote capuchino– está ya presente en el mundo: es el Corazón de Cristo traspasado en la cruz, lo que veneramos como «el Sagrado Corazón»”. E invitó: a decir mirando la cruz desde lo profundo del corazón, como el publicano en el templo: «¡Oh, Dios, ten piedad de mí, pecador!», y así también nosotros, como él, volveremos a casa «justificados»”.
Concluida la meditación, se guardaron algunos instantes de silencio y el Papa realizó la oración universal, propia del Viernes Santo.
Le siguió la adoración de la Santa Cruz, traída desde el fondo de la basílica, mientras un miembro de la Sixtina cantó tres veces: “Ecce lignum”. Después del Venite Adoremus, todos se arrodillaron para la adoración silenciosa.
Solamente cuando el diácono y los dos acólitos se detuvieron por tercera vez delante de la estatua de San Pedro, el Pontífice bajó los escalones para adorar la cruz y la presentó en silencio para que todos los fieles la adoraran. Pasaron así, delante del crucifijo negro con un cristo de marfil, los cardenales primero y después el resto de la asamblea.
La ceremonia concluyó con la comunión.
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