Febrero es el mes de Manos Unidas. En su 58ª campaña, nos recuerda que «un tercio de nuestros alimentos acaba en la basura. Mientras, 800 millones de personas siguen pasando hambre en el mundo».
Mientras la sociedad de consumo se convierte en sociedad de despilfarro, aflora, fruto de la misma crisis de valores que propicia este cambio, una emergente sociedad empobrecida. El espectáculo está servido: si ya en el entorno de las sociedades del bienestar conviven puerta con puerta el despilfarro con la pobreza, ¿cómo es el mapa que reparte despilfarro y miseria en el mundo?
Si sumamos los 89 millones de toneladas de alimentos que se tiran anualmente en Europa a los 40 millones de toneladas que se tiran en Estados Unidos, nos acercamos con esa cifra al tercio de los alimentos que se producen en el mundo. Es decir, que si el elemento básico e imprescindible para vivir y por su puesto para aspirar a una calidad de vida es, junto al agua potable, el alimento, el actual sistema económico y moral instaurado en el mundo desde sus regiones más desarrolladas se presenta en flagrante fracaso: un tercio de lo que se produce como alimento para la humanidad se despilfarra. ¿Cómo? Del despilfarro europeo en alimentos un 39 % procede de los productores, un 14 % de los servicios de catering y restauración, un 5 % del sector de la distribución y un 42 % de los particulares, quienes arrojamos a las bolsas de la basura, como media, 179 kilogramos de alimentos al año.
Y la sentencia «que nada se pierda» (Jn. 6,12) de la escena evangélica de la multiplicación de los panes y los peces hace evidente que compartir solidariamente alimentos no es asistencialismo sino justicia, aquella que iguala la oferta y la demanda del alimento no según las leyes del mercado, sino según las leyes del bien común, que no son otras que las del sentido común. Y que hacen que mientras baja el despilfarro de alimentos suba, como en unos vasos comunicantes, el aprovechamiento alimenticio de quienes más lo necesitan. Pero este tipo de respuesta solidaria local, encomiable, no es suficiente para responder al hambre en el mundo.
Solo un «que nada se pierda» que responda a una cambio de mentalidad y de hábitos de consumo puede ser el detonador de una solidaridad global, o de una globalización de la solidaridad, como le gusta decir al Papa Francisco. Él mismo en su encíclica Laudato si nos recuerda que aún «es posible un estilo de vida alternativo».
Manuel María Bru
Alfa y Omega
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