Cerramos el tiempo de Navidad celebrando el Bautismo del Señor. A recibir el Bautismo de Juan acudían de toda la región. De esta manera, escuchaban la predicación de Juan y, tras someterse a este rito de purificación, se disponían a acoger con sinceridad el Reino de Dios, que estaba a punto de llegar. La página del Evangelio que hoy tenemos ante nosotros presenta a Jesús siendo bautizado por Juan en el río Jordán. El primer acto de la vida pública del Salvador consiste en una inmersión, a través de la cual nos muestra que ha venido a sumergirse en nuestra realidad para hacernos participar de la suya, que es ante todo vida. No solo se encarna, nace y crece, como cualquiera de nosotros, sino que, sin tener pecado alguno, quiso ser contado entre los pecadores. El gesto de Jesús no ha de ser entendido, sin más, como un acto de humildad de quien no hace alarde de su categoría de Dios. Jesús nos quiere enseñar también desde el principio de su ministerio que ha venido a cumplir por completo la voluntad del Padre.
El espíritu de Dios se posa sobre él
En efecto, colocarse en esa fila significaba humillarse y desear para sí un cambio de vida moral. De ahí que Juan intentara disuadir a Jesús, ya que era inimaginable un Mesías penitente o necesitado de purificación alguna. Sin embargo, lo que Jesús estaba haciendo era anticipar la misericordia que más adelante ejercería con los pecadores y preparando el momento en el que con su muerte en la cruz asumiría por completo el peso del pecado del mundo. Pero el sentido del Bautismo de Cristo va más allá de la solidaridad con el hombre, dañado por el mal. Con esta acción, el Señor revelará, ante todo, que ha sido ungido por Dios para salvar al mundo. Así pues, al salir Jesús del agua «se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba». Una voz de los cielos decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco». Estamos, pues, ante una nueva manifestación de Cristo. Adorado por los pastores el día de Navidad y por las naciones, representadas en los Magos, el día de la Epifanía, Jesús se revela ahora como Cristo-ungido. El fragmento evangélico permite ver, asimismo, que Jesús porta consigo una misión: transmitir la vida divina en abundancia a través de la presencia y la acción del Espíritu Santo.
Ser hijos en el Hijo
De esta manera, Jesús cambia para siempre el sentido del Bautismo. De ser un signo de conversión y penitencia, se convertirá ahora en un sacramento que transmite la vida nueva en el Espíritu a quien lo recibe. Por eso, es muy recomendable llevar a los niños a bautizar cuanto antes. De igual modo que los padres están atentos para que a los hijos no les falte nada que les ayude a crecer físicamente, han de preocuparse también por su vida espiritual, introduciéndolos desde pequeños en la vida de la Iglesia. Bautizar a los niños significa no solo cumplir con el mandato del Señor, formulado al final del Evangelio de Mateo. Supone, antes que nada, participar de la vida en el Espíritu de Cristo-ungido. Para que la gracia divina quede preservada en quienes son bautizados, es importante reconocerse miembros de una comunidad viva, que es la Iglesia. No caminamos aisladamente, sino que somos parte de un pueblo escogido por Dios. Es necesario, por lo tanto, ser conscientes de la dimensión comunitaria de la fe y de que a todos los que participamos en las celebraciones litúrgicas nos une la gracia bautismal, que hemos recibido como don. Por eso, es bueno hacer memoria de nuestro Bautismo con frecuencia. No es casualidad que la celebración eucarística del domingo pueda dar comienzo con la aspersión del agua bendita sobre nuestras cabezas, recordando así que un día fuimos bautizados.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Alfa y Omega
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