Esta parábola del amigo inoportuno, que de noche va a pedir a otro, nos hace pensar en nuestra oración. ¿Cómo oramos nosotros? ¿Oramos así por costumbre, piadosamente, pero tranquilos, o nos ponemos con valentía ante el Señor para pedir la gracia, para pedir aquello por lo que rogamos?
La actitud es importante, porque una oración que no sea valiente no es una verdadera oración. Cuando se reza se necesita el valor de tener confianza en que el Señor nos escucha, el valor de llamar a la puerta. El Señor lo dice, porque quien pide recibe, y quien busca encuentra, y a quien llama se le abrirá.
¿Pero nuestra oración es así? ¿O bien nos limitamos a decir: «Señor, tengo necesidad, dame la gracia»? En una palabra, ¿nos dejamos involucrar en la oración? ¿Sabemos llamar al corazón de Dios?
Al final del evangelio de hoy, Jesús nos dice: ¿qué padre entre vosotros si el hijo le pide un pez le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo le dará un escorpión? Si vosotros sois padres, daréis el bien a los hijos. Y luego sigue: si vosotros, que sois malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre del cielo... Y esperamos que prosiga diciendo: os dará cosas buenas a vosotros. En cambio no, no dice eso. Dice: dará el Espíritu Santo a quienes lo pidan. Y esto es algo grande.
Cuando oramos valerosamente, el Señor no sólo nos da la gracia, sino que se nos da también Él mismo en la gracia. Porque el Señor jamás da o envía una gracia por correo: la trae Él, es Él la gracia.
Hay una oración en la que decimos al Señor que nos dé aquello que incluso la oración no se atreve a pedir. ¿Y qué es aquello que nosotros no nos atrevemos a pedir? ¡Él mismo! Nosotros pedimos una gracia, pero no nos atrevemos a decir: ven Tú a traérmela. Sabemos que una gracia siempre es traída por Él: es Él quien viene y nos la da. No quedemos mal tomando la gracia y no reconociendo que quien la trae, quien nos la da: es el Señor.
(De la homilía del Papa Francisco el 10-10-2013)
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