La meditación de la Pasión del Señor es una práctica de la
piedad cristiana, provechosa en todo tiempo pero muy especialmente en el
llamado precisamente de Pasión. Sin embargo, el lector moderno puede sentirse
decepcionado al leer los relatos evangélicos, porque su enfoque no coincide con
el de los evangelistas.
El lector moderno está acostumbrado a los relatos y las
imágenes de desgracias o de crímenes que difunden los medios de comunicación,
relatos sensacionalistas y truculentos, y esperaría algo por el estilo en los
evangelios de la Pasión. Incluso sin morbosidad, por devoción, el lector
cristiano quisiera conocer los detalles de los sufrimientos de nuestro
Redentor, y no los encuentra en los evangelios. Busca entonces comentarios
históricos que los describan, pero no bastan.
Hay que situarse en el punto de vista de los apóstoles
y los evangelistas y
en la actitud de la primera generación cristiana. No tenían necesidad de que
les explicaran en qué consistía la ejecución de la pena de crucifixión. Podían
imaginarse muy bien lo que le hicieron a Jesús, pero no consideraban decoroso
explicitarlo, ni con palabras ni con imágenes. La representación tal vez más
antigua de Jesús en la cruz es un relieve de talla de madera en la puerta de la
basílica de Santa Sabina, en Roma, del siglo V. Los cristianos no se atrevieron
a representar al crucificado hasta que, cristianizado el imperio, la cruz era
una joya en la corona de los emperadores. Antes, representaban la pasión y
resurrección con simbolismos bíblicos, como Jonás saliendo del vientre de la
ballena, o Daniel en el foso de los leones.
Lo que urgía a los primeros predicadores
cristianos, ante el hecho histórico de todos conocido de la muerte en cruz del
Señor, no era describir cómo se realizó, sino proclamar que después había resucitado, y que aquella muerte no fue
un fallo en el plan divino de salvación, sino que estaba previsto y anunciado
en las Escrituras. Así se expresa en el kerygma, el núcleo sintético de la
buena noticia, tal como se lee en la predicación de Pedro y Pablo en los Hechos
de los Apóstoles, o en las cartas paulinas; por ejemplo, 1 Corintios 15,3-4:
"Cristo murió por nuestros pecados, como decían ya las Escrituras, y fue
sepultado, y resucitó al tercer día, como decían ya las Escrituras".
Así, en los relatos
evangélicos de la Pasión no se describen con todos los pormenores las torturas
que le aplicaron (que es lo que el lector moderno espera), sino tan solo aquellos detalles que se podían encontrar anunciados en
las Escrituras, principalmente en los cantos del Siervo de Yahvé, de
la segunda parte del libro de Isaías, y en algunos pasajes de los salmos del
justo sufriente: que todos lo abandonaron, que fue contado entre los
malhechores, que los soldados se repartieron sus vestidos y echaron suerte
sobre su túnica, o que no le rompieron ningún hueso. Detalles todos que no son
los que más interesan al lector actual.
Lo más importante de los relatos de la Pasión es el final: que terminan con la proclamación de la
Resurrección. Los evangelistas no cayeron en la trampa de presentar a Jesús
resucitando, sino resucitado. Desde el día de Pascua los apóstoles proclaman
que el crucificado vive, y que les hace vivir a ellos con una vida nueva.
Sabemos que antes de la redacción de los cuatro evangelios canónicos circularon algunos primeros
escritos, como por ejemplo colecciones de parábolas, o de disputas con los
rabinos y fariseos, o de sentencias pronunciadas por el Maestro en distintas
ocasiones y agrupadas en forma fácil de memorizar. Pero seguramente no existió
nunca un relato de la Pasión sola, que no terminara y culminara en la
Resurrección.
Nosotros estamos acostumbrados a la lectura litúrgica, que en la Semana Santa quiere seguir
día por día y casi hora por hora lo que entonces sucedió, y así el Viernes
Santo se lee la Pasión hasta la sepultura, y hasta la vigilia del domingo de
Pascua no se continúa con la Resurrección, pero en los evangelios no se
separaban.
El Cristo Majestad de las pinturas románicas expresa una visión de fe cuando, a diferencia de las imágenes
góticas y sobre todo barrocas, hiperrealistas, vela (sin negarlos) los detalles
cruentos y presenta a Jesucristo reinando desde la cruz, con corona no de
espinas sino de rey, con manto real, y a veces hasta con casulla sacerdotal.
Aquellos artistas, y los fieles que contemplaban sus obras, no desconocían la
realidad de los sufrimientos del Redentor, pero por encima de lo que la visión
material ofrecía, se elevaban a una visión de fe sobre el porqué y el final de
la Pasión.
El relato de la Pasión según Juan abunda en esta visión de fe. No
oculta la realidad material, pero presenta a Jesús glorioso en la Pasión y
hasta en la cruz. La escena de Getsemaní, más que un prendimiento, en Juan es una entrega voluntaria, después de hacer
retroceder a los que iban a prenderle. Ante Pilatos, se comporta con la mayor
dignidad, como si fuera él quien juzga al gobernador romano. Desde la cruz,
toma sus disposiciones sobre su madre y el discípulo, dice que todo se ha
cumplido y, cuando quiere, "entrega el espíritu": exhala su último
aliento, o sea, muere, pero a la vez Juan sugiere que desde la cruz emite el
Espíritu, que da la verdadera vida. En los evangelios sinópticos, el reino de
Dios se establecerá plenamente en el fin del mundo, con la segunda venida de
Jesucristo. En las cartas paulinas, se da ya en este mundo, en la Iglesia. En
Juan, en la cruz.
(Hilari Rager).
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