«Un gran
profeta ha surgido entre nosotros». Así gritaban en las aldeas de Galilea,
sorprendidos por las palabras y los gestos de Jesús. Sin embargo, no es
esto lo que sucede en Nazaret cuando se presenta ante sus vecinos como ungido como
Profeta de los pobres.
Jesús observa primero
su admiración y luego su rechazo. No se sorprende. Les recuerda un conocido
refrán: «Os aseguro que ningún profeta es bien acogido en su tierra». Luego,
cuando lo expulsan fuera del pueblo e intentan acabar con él, Jesús los abandona.
El narrador dice que «se abrió paso entre ellos y se fue alejando». Nazaret se
quedó sin el Profeta Jesús.
Jesús es y
actúa como profeta. No es un sacerdote del templo ni un maestro de la ley. Su
vida se enmarca en la tradición profética de Israel. A diferencia de los reyes
y sacerdotes, el profeta no es nombrado ni ungido por nadie. Su autoridad
proviene de Dios, empeñado en alentar y guiar con su Espíritu a su
pueblo querido cuando los dirigentes políticos y religiosos no saben
hacerlo. No es casual que los cristianos confiesen a Dios encarnado en un
profeta.
Los rasgos
del profeta son inconfundibles. En medio de una sociedad injusta donde los
poderosos buscan su bienestar silenciando el sufrimiento de los que lloran, el
profeta se atreve a leer y a vivir la realidad desde la compasión de Dios por
los últimos. Su vida entera se convierte en «presencia alternativa» que
critica las injusticias y llama a la conversión y el cambio.
Por otra
parte, cuando la misma religión se acomoda a un orden de cosas injusto y sus
intereses ya no responden a los de Dios, el profeta sacude la indiferencia y el
autoengaño, critica la ilusión de eternidad y absoluto que amenaza a toda
religión y recuerda a todos que solo Dios salva. Su presencia
introduce una esperanza nueva pues invita a pensar el futuro desde la libertad
y el amor de Dios.
Una Iglesia
que ignora la dimensión profética de Jesús y de sus seguidores, corre el riesgo
de quedarse sin profetas. Nos preocupa mucho la escasez de sacerdotes y pedimos
vocaciones para el servicio presbiteral. ¿Por qué no pedimos que Dios
suscite profetas? ¿No los necesitamos? ¿No sentimos necesidad de
suscitar el espíritu profético en nuestras comunidades?
Una Iglesia
sin profetas, ¿no corre el riesgo de caminar sorda a las llamadas de
Dios a la conversión y el cambio? Un cristianismo sin espíritu profético,
¿no tiene el peligro de quedar controlado por el orden, la tradición o el miedo
a la novedad de Dios?
José Antonio Pagola
José Antonio Pagola