domingo, 31 de enero de 2016

Comentario de Benedicto XVI a Lucas 4, 21-30

Nos hallamos en la sinagoga de Nazaret, el lugar donde Jesús creció y donde todos le conocen, a Él y a su familia. Después de un período de ausencia, ha regresado de un modo nuevo: durante la liturgia del sábado lee una profecía de Isaías sobre el Mesías y anuncia su cumplimiento, dando a entender que esa palabra se refiere a Él, que Isaías hablaba de Él.

Este hecho provoca el desconcierto de los nazarenos: por un lado, «todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca» (Lc 4, 22); san Marcos refiere que muchos decían: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada?» (6, 2); pero por otro lado sus conciudadanos le conocen demasiado bien: «¿No es éste el hijo de José?» (Lc 4, 22), que es como decir: un carpintero de Nazaret, ¿qué aspiraciones puede tener?
Conociendo justamente esta cerrazón, que confirma el proverbio «ningún profeta es bien recibido en su tierra», Jesús dirige a la gente, en la sinagoga, palabras que suenan como una provocación. Cita dos milagros realizados por los grandes profetas Elías y Eliseo en ayuda de no israelitas, para demostrar que a veces hay más fe fuera de Israel. En ese momento la reacción es unánime: todos se levantan y le echan fuera, y hasta intentan despeñarle; pero Él, con calma soberana, pasa entre la gente enfurecida y se aleja.

Entonces es espontáneo que nos preguntemos: ¿cómo es que Jesús quiso provocar esta ruptura? Al principio la gente se admiraba de Él, y tal vez habría podido lograr cierto consenso... Pero esa es precisamente la cuestión: Jesús no ha venido para buscar la aprobación de los hombres, sino —como dirá al final a Pilato— para «dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37). El verdadero profeta no obedece a nadie más que a Dios y se pone al servicio de la verdad, dispuesto a pagarlo en persona.

Es verdad que Jesús es el profeta del amor, pero el amor tiene su verdad. Es más, amor y verdad son dos nombres de la misma realidad, dos nombres de Dios… Creer en Dios significa renunciar a los propios prejuicios y acoger el Rostro concreto en quien Él se ha revelado: el hombre Jesús de Nazaret. Y este camino conduce también a reconocerle y a servirle en los demás.

En esto es iluminadora la actitud de María. ¿Quién tuvo más familiaridad que ella con la humanidad de Jesús? Pero nunca se escandalizó como sus conciudadanos de Nazaret. Ella guardaba el misterio en su corazón y supo acogerlo cada vez más y cada vez de nuevo, en el camino de la fe, hasta la noche de la Cruz y la luz plena de la Resurrección. Que María nos ayude también a nosotros a recorrer con fidelidad y alegría este camino. (Benedicto XVI, de febrero de 2013)

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