Queridos hermanos y hermanas, el Evangelio de
hoy está formado por dos parábolas muy breves: la de la semilla que germina y
crece sola, y la de la semilla de mostaza. A través de estas imágenes tomadas del
mundo rural, Jesús presenta la eficacia de la Palabra de Dios y las exigencias
de su Reino, mostrando las razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso
en la historia.
En la primera parábola, la atención se pone sobre el hecho de que la semilla, tirada en la tierra, se arraiga y se desarrolla sola, independientemente de que el campesino duerma o vele. Él confía en el poder interno de la misma semilla y en la fertilidad del terreno.
En el lenguaje evangélico, la semilla es símbolo de la Palabra de Dios, cuya fecundidad recuerda esta parábola. Como la humilde semilla se desarrolla en la tierra, así la Palabra actúa con el poder de Dios en el corazón de quien la escucha. Dios ha encomendado su Palabra a nuestra tierra, es decir a cada uno de nosotros, con nuestra concreta humanidad. Podemos fiarnos, porque la Palabra de Dios es palabra creadora, destinada a convertirse en el “grano abundante en la espiga”.
Esta Palabra, si se la escucha, ciertamente da sus frutos, porque Dios mismo la hace germinar y madurar a través de caminos que no siempre podemos verificar y de un modo que no conocemos. Todo esto nos hace comprender que es siempre Dios, es siempre Dios, quien hace crecer su Reino. Por esto rezamos tanto: ‘¡Venga a nosotros tu Reino!’. Es Él quien lo hace crecer. El hombre es su humilde colaborador, que contempla y se regocija por la acción creadora divina y espera sus frutos con paciencia.
La Palabra de Dios hace crecer, da vida, y aquí quisiera recordarles, otra vez, la importancia de tener el Evangelio, la Biblia, a mano. El Evangelio pequeño, en la cartera, en el bolsillo, y de alimentarnos cada día con esta Palabra viva de Dios. Leer cada día un pasaje del Evangelio, un pasaje de la Biblia. Jamás olviden esto, por favor. Porque esta es la fuerza que hace germinar en nosotros la vida del Reino de Dios.
En la primera parábola, la atención se pone sobre el hecho de que la semilla, tirada en la tierra, se arraiga y se desarrolla sola, independientemente de que el campesino duerma o vele. Él confía en el poder interno de la misma semilla y en la fertilidad del terreno.
En el lenguaje evangélico, la semilla es símbolo de la Palabra de Dios, cuya fecundidad recuerda esta parábola. Como la humilde semilla se desarrolla en la tierra, así la Palabra actúa con el poder de Dios en el corazón de quien la escucha. Dios ha encomendado su Palabra a nuestra tierra, es decir a cada uno de nosotros, con nuestra concreta humanidad. Podemos fiarnos, porque la Palabra de Dios es palabra creadora, destinada a convertirse en el “grano abundante en la espiga”.
Esta Palabra, si se la escucha, ciertamente da sus frutos, porque Dios mismo la hace germinar y madurar a través de caminos que no siempre podemos verificar y de un modo que no conocemos. Todo esto nos hace comprender que es siempre Dios, es siempre Dios, quien hace crecer su Reino. Por esto rezamos tanto: ‘¡Venga a nosotros tu Reino!’. Es Él quien lo hace crecer. El hombre es su humilde colaborador, que contempla y se regocija por la acción creadora divina y espera sus frutos con paciencia.
La Palabra de Dios hace crecer, da vida, y aquí quisiera recordarles, otra vez, la importancia de tener el Evangelio, la Biblia, a mano. El Evangelio pequeño, en la cartera, en el bolsillo, y de alimentarnos cada día con esta Palabra viva de Dios. Leer cada día un pasaje del Evangelio, un pasaje de la Biblia. Jamás olviden esto, por favor. Porque esta es la fuerza que hace germinar en nosotros la vida del Reino de Dios.
La segunda parábola utiliza la imagen del granito de mostaza. Aun siendo la más pequeña de todas las semillas, está llena de vida y crece hasta llegar a ser “la más grande de todas las plantas de la huerta”. Y así es el Reino de Dios: una realidad humanamente pequeña y aparentemente irrelevante.
Para entrar a formar parte de él es necesario ser pobres en el corazón; no confiar en las propias capacidades, sino en el poder del amor de Dios; no actuar para ser importantes ante los ojos del mundo, sino preciosos ante los ojos de Dios, que tiene predilección por los sencillos y humildes. Cuando vivimos así, a través nuestro irrumpe la fuerza de Cristo y transforma lo que es pequeño y modesto en una realidad que hace fermentar la entera masa del mundo y de la historia.
De estas dos parábolas surge una enseñanza importante: el Reino de Dios requiere nuestra colaboración, pero es, sobre todo, iniciativa y don del Señor. Nuestra débil obra, aparentemente pequeña frente a la complejidad de los problemas del mundo, si se la coloca en la de Dios no tiene miedo de las dificultades. La victoria del Señor es segura: su amor hará brotar y hará crecer cada semilla de bien presente en la tierra. Esto nos abre a la confianza y a la esperanza, a pesar de los dramas, las injusticias y los sufrimientos que encontramos. La semilla del bien y de la paz germina y se desarrolla, porque lo hace madurar el amor misericordioso de Dios.
Que la Santísima Virgen, que ha escuchado como “tierra fecunda” la semilla de la divina Palabra, nos sostenga en esta esperanza que jamás nos decepciona. (Papa Francisco, Ángelus del 14/06/2015)
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