Hoy, queridos hermanos, ha nacido nuestro Salvador;
alegrémonos. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la
vida; la misma que acaba con el temor de la mortalidad, y nos infunde la
alegría de la eternidad prometida.
Nadie tiene por qué sentirse alejado de la
participación de semejante gozo, a todos es común la razón para el júbilo:
porque nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, como no ha
encontrado a nadie libre de culpa, ha venido para liberarnos a todos. Alégrese
el santo, puesto que se acerca a la victoria; regocíjese el pecador, puesto que
se le invita al perdón; anímese el gentil, ya que se le llama a la vida.
Pues el Hijo de Dios, al cumplirse la plenitud de
los tiempos, establecidos por los inescrutables y supremos designios divinos,
asumió la naturaleza del género humano para reconciliarla con su Creador, de
modo que el demonio, autor de la muerte, se viera vencido por la misma
naturaleza gracias a la cual había vencido.
Por eso, cuando nace el Señor, los ángeles cantan
jubilosos: Gloria a Dios en el cielo, y anuncian: y en la tierra paz a los
hombres que ama el Señor. Pues están viendo cómo la Jerusalén celestial se
construye con gentes de todo el mundo; ¿cómo, pues, no habrá de alegrarse la
humildad de los hombres con tan sublime acción de la piedad divina, cuando
tanto se entusiasma la sublimidad de los ángeles?
Demos, por tanto, queridos hermanos, gracias a Dios
Padre por medio de su Hijo, en el Espíritu Santo, puesto que se apiadó de
nosotros a causa de la inmensa misericordia con que nos amó; estando nosotros
muertos por los pecados; nos ha hecho vivir con Cristo, para que gracias a él
fuésemos una nueva criatura, una nueva creación.
Despojémonos, por tanto, del hombre viejo con todas
sus obras y, ya que hemos recibido la participación de la generación de Cristo,
renunciemos a las obras de la carne.
Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al reino de Dios.
Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al reino de Dios.
Gracias al sacramento del bautismo te has convertido
en templo del Espíritu Santo; no se te ocurra ahuyentar con tus malas acciones
a tan noble huésped, ni volver a someterte a la servidumbre del demonio: porque
tu precio es la sangre de Cristo.
De los sermones de san León Magno, papa
(Sermón 1 en la Natividad del Señor, 1-3: PI. 54,190-193)
(Sermón 1 en la Natividad del Señor, 1-3: PI. 54,190-193)
Fuente: News va.
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