lunes, 16 de noviembre de 2015

El cuadro 'Y el almendro floreció' (muerte de santa Teresa en brazos de la beata Ana de San Bartolomé), expuesto en la Almudena


Con motivo del V Centenario del nacimiento de santa Teresa de Jesús, a lo largo del 2015 y 2016 el cuadro de Isabel Guerra Y el almendro Floreció , que refleja la muerte de la Santa en brazos de la beata Ana de San Bartolomé y que habitualmente está expuesto en la catedral primada de Toledo, está itinerando por carmelos, museos y catedrales. Desde la semana pasada se encuentra expuesto en la catedral de la Almudena, donde permanecerá hasta finales de mes.
Reseña de la obra, por Belén Yuste y Sonnia L. Rivas-Caballero
«Con la obra titulada Y el almendro floreció la insigne artista y académica Isabel Guerra, miembro del Comité de Honor de la Asociación Amigos de Ana de San Bartolomé, ha querido contribuir a la difusión de quien fue compañera inseparable de santa Teresa de Jesús: la beata Ana de San Bartolomé. Esta insigne carmelita fue fundadora de Carmelos en Francia y Flandes y amiga y consejera de la infanta Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II y gobernadora de los Países Bajos.
El óleo, de grandes dimensiones (1,40 x 2,20 cm.), recrea el momento cumbre en la vida de Ana de San Bartolomé y se convirtió en su gran referente: la muerte de santa Teresa en sus brazos. La escena está basada en los testimonios de los procesos de canonización de Teresa de Jesús y en la Autobiografía de Ana de San Bartolomé, que desvelan hechos extraordinarios que sucedieron aquel anochecer del 4 de octubre de 1582, en el Carmelo de Alba de Tormes, y la visión que extasió a la Beata y ella describió en su relato: “Y el día que murió estuvo desde la mañana sin poder hablar; y a la tarde me dijo el padre que estaba con ella que me fuese a comer algo. Y en yéndome, no sosegaba la Santa, sino mirando a un cabo y a otro. Y díjola el padre si me quería, y por señas dijo que sí, y llamáronme. Y viniendo, que me vio, se rió; y me mostró tanta gracia y amor, que me tomó con sus manos y puso en mis brazos su cabeza y, allí la tuve abrazada hasta que expiró, estando yo más muerta que la misma Santa, que ella estaba tan encendida en el amor de su Esposo, que parecía no veía la hora de salir del cuerpo para gozarle. Y como el Señor es tan bueno y veía mi poca paciencia para llevar esta cruz, se me mostró con toda la majestad y compañía de los bienaventurados sobre los pies de su cama, que venían por su alma. Estuvo un credo esta vista gloriosísima, de manera que tuvo tiempo de mudar mi pena y sentimiento en una gran resignación y pedir perdón al Señor y decirle: “Señor, si Vuesa Majestad me la quisiera dejar para mi consuelo, os pidiera, ahora que he visto su gloria, que no la dejéis un momento acá”. Y con esto expiró y se fue esta dichosa alma a gozar de Dios como una paloma”.
Esa visión consoladora extasió a la Beata, cuyo rostro encendido concentró todas las miradas, mientras el espíritu de la Santa partía a la morada celestial. Así lo declaró la sobrina de la Santa, también llamada Teresa de Jesús, con quien Ana de San Bartolomé compartió el secreto de su misteriosa luz: “Reverberaba exteriormente con tanta claridad en el rostro, que otras religiosas, echándolo de ver y no sabiendo la causa, se embebían en mirarla a ella más que a la santa Madre...En expirando, que fue como un sueño suavísimo, desapareció esta visión y Ana de San Bartolomé volvió en sí”.
Las crónicas también aluden a otros hechos extraordinarios que sucedieron aquella noche: el florecimiento de un almendro seco, el indescriptible aroma que desprendía el cuerpo inerte de Teresa y la tersura que recuperó su rostro: “También vio esta testigo y otras religiosas a la mañana siguiente que un arbolillo seco y que nunca había llevado fruto, que estaba en un campecillo que caía delante de la celda donde la dicha madre Teresa de Jesús estaba muerta, estaba cubierto de flor y blanco como la nieve; lo cual pareció cosa milagrosa, lo uno por ser a cinco de octubre, que es el rigor del invierno; lo otro, porque el dicho arbolillo estaba seco y nunca había llevado flor, ni de allí adelante la llevó”.
“El cuerpo quedó blanco, el rostro hermoso a manera de cristal; todos sus miembros flexibles y no se echaban de ver en la Santa las arrugas que por su edad tenía...fue tanto el olor que salió de su cuerpo, que las religiosas que estaban en la celda, por no poder sufrir la grande fragancia de olor abrieron la puerta y la ventana”.
Algunas personas intentaron definir ese olor en sus declaraciones: “Nunca pudo atinar a lo que olía, porque el olor era tan suave y penetrante y confortativo, que le pareció que el estoraque y benjuí, algalia, y almizcle y ámbar se quedan muy atrás”.
Sucesos extraordinarios que enmarcaron la muerte de una mujer excepcional que, cuarenta años después, el 12 de marzo de 1622, fue proclamada santa.
Isabel Guerra ha querido inmortalizar en su obra dos instantes de dos vidas: el entrañable momento en que Teresa de Jesús, sintiendo que se acercaba al final de su vida, quiso esperar la muerte cobijada entre los brazos de Ana de San Bartolomé, su fiel compañera de tantas fatigas en este mundo; y el preciso instante en que la Beata tuvo la visión de la gloria que esperaba a Teresa de Jesús mientras ésta partía serenamente al soñado encuentro con su Amado que tanto había pregonado en los versos de su famoso poema Vivo sin vivir en mí.
La artista, interpretando los relatos de las crónicas, arropa la escena bajo un almendro que da título a la obra y adquiere un protagonismo lleno de significado: su tronco seco y oscuro florece iluminando el rostro de la Beata y sus flores blancas se desvanecen sutilmente hacia la celosía de la ventana de la humilde celda representando el vuelo del alma de Teresa de Jesús a la morada celestial. Así, un almendro seco florecido abraza toda la escena y se convierte en símbolo de muerte como florecimiento de Vida».


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