Queridos hermanos hermanas,
buenos dias
El Evangelio de este domingo presenta una
disputa entre Jesús y algunos fariseos y escribas. La discusión se refiere al
valor de la «tradición de los antepasados» (Mc 7,3) que Jesús, refiriéndose al
profeta Isaías, define «preceptos de hombres» (v. 7) y que jamás deben tomar el
lugar del «mandamiento de Dios» (v. 8). Las antiguas prescripciones en cuestión
comprendían no sólo los preceptos de Dios revelados a Moisés, sino una serie de
dictámenes que especificaban las indicaciones de la ley mosaica. Los interlocutores
aplicaban tales normas de manera más bien escrupulosa y las presentaban como
expresión de auténtica religiosidad. Por lo tanto, recriminan a Jesús y a sus
discípulos la transgresión de aquellas, de manera particular las que se
referían a la purificación exterior del cuerpo (cfr v. 5). La respuesta
de Jesús tiene la fuerza de un pronunciamento profético: «Ustedes dejan de lado
el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres» (v. 8).
Son palabras que nos colman de admiración por nuestro Maestro: sentimos
que en Él está la verdad y que su sabiduría nos libra de los prejuicios.
Pero ¡atención! Con estas palabras, Jesús quiere poner en guardia también a
nosotros, hoy, del considerar que la observancia exterior de la ley sea
suficiente para ser buenos cristianos. Como en ese entonces para los fariseos,
existe también para nosotros el peligro de creernos en lo correcto, o peor,
mejores de los otros por el sólo hecho de observar las reglas, las usanzas,
también si no amamos al prójimo, somos duros de corazón, somos soberbios y
orgullosos. La observancia literal de los preceptos es algo estéril si no
cambia el corazón y no se traduce en actitudes concretas: abrirse al encuentro
con Dios y a su Palabra, buscar la justicia y la paz, socorrer a los
pobres, a los débiles, a los oprimidos. Todos sabemos: en nuestras
comunidades, en nuestras parroquias, en nuestros barrios, cuánto daño hacen a
la Iglesia y son motivo de escándalo, aquellas personas que se profesan tan
católicas y van a menudo a la iglesia, pero después, en su vida cotidiana
descuidan a la familia, hablan mal de los demás, etc. Esto es lo que
Jesús condena porque es un antitestimonio cristiano
Continuando con su exortación, Jesús focaliza la atención sobre un aspecto
más profundo y afirma: «Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede
mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre» (v. 15). De
esta manera subraya el primado de la interioridad, el primado del “corazón”:
no son las cosas exteriores las que nos hacen o no santos, sino el
corazón que expresa nuestras intenciones, nuestras elecciones y el deseo de
hacerlo todo por amor de Dios. Las actitudes exteriores son la consecuencia de
lo que hemos decidido en el corazón. No al revés. Con actitudes exteriores. Si
el corazón no cambia, no somos buenos cristianos. La frontera entre el bien y
el mal no pasa fuera de nosotros sino más bien dentro de nosotros, podemos
preguntarnos: ¿dónde está mi corazón? Jesús decía: “tu tesoro está donde
está tu corazón”. ¿Cúal es mi tesoro? ¿Es Jesús y su doctrina? Entonces
el corazón es bueno. O el tesoro ¿es otra cosa? Por lo tanto, es el
corazón el que debe ser purificado y debe convertirse. Sin un corazón
purificado, no se pueden tener manos verdaderamente limpias y labios que
pronuncian palabras sinceras de amor - todo tiene un doblez, una doble vida-,
labios que pronuncian palabras de misericordia, de perdón. Esto lo puede hacer
solamente el corazón sincero y purificado.
Pidamos al Señor, por intercesión de la Virgen Santa, darnos un corazón
puro, libre de toda hipocresía. Este es el adjetivo que Jesús da a los
fariseos: “hipócritas”, porque dicen una cosa y hacen otra. Un corazón
libre de hipocresía, para que seamos capaces de vivir según el espíritu
de la ley y alcanzar su finalidad, que es el amor.Traducción del italiano: Raúl
Cabrera - Radio Vaticano
No hay comentarios:
Publicar un comentario