Este relato del evangelio se ha hecho tan célebre por ser
tan grande milagro, que ni aun infiel hay que no haya oído hablar de la
resurrección de Lázaro; ¿cuánto más conocido no será de los fieles, cuando ni
los infieles han podido ignorarlo? Y, sin embargo, cuando se lee, el alma
parece como que asiste a una escena siempre nueva. No está fuera de lo
razonable que repitamos nosotros lo que solemos decir sobre la resurrección
esta; ni debe daros fastidio, me parece, lo que yo diga; al fin, más veces oís
leerlo que comentarlo; porque, si acontece leerlo fuera de un sábado o de un
domingo, no se predica. Lo digo para que no torzáis el rostro ahora que vamos a
decir algo, ni salga nadie con un «Ya otras veces dijo eso»; también lo ha
leído el diácono más veces, y lo habéis oído con gusto. Atención, pues.
Enséñanos el santo evangelio haber Jesucristo resucitado
tres muertos: a la hija del príncipe de la sinagoga, pues, habiéndosele dicho
que se hallaba enferma de gravedad, fue a su casa, donde la encontró muerta; le
dijo: Muchacha, levántate; yo te lo mando, y se levantó.
Otro es un joven llevado ya fuera de las puertas de la
ciudad y amargamente llorado por su madre viuda; él lo vio, mandó que se
detuviesen los que le llevaban y dijo: Joven, levántate; yo te lo mando; y el
muerto se sentó y comenzó a hablar, y se le devolvió a su madre.
El tercero es este Lázaro al que acabamos de ver con los
ojos de la fe muriendo y resucitando en virtud de un prodigio mucho mayor que
los anteriores y blanco de una gracia extraordinaria, pues llevaba cuatro días
muerto y ya hedía; con todo, fue resucitado.
¿Qué significan estos tres muertos? Algo, sin duda; los
milagros del Señor son palabras de sentido misterioso. Tres géneros de muerte
hallamos en los pecados de los hombres. Traed a la memoria estos tres muertos.
Había primeramente muerto aquella doncella en su casa; aún no había sido alzado
su cadáver; al joven habíanle sacado fuera de las puertas de la ciudad; Lázaro
ya estaba sepultado y oprimido bajo la mole de piedra. ¿Cuáles son, pues, los
tres géneros de muerte que hay en los pecados?
Digo: si uno consintió en su
corazón el mal deseo, resolviendo ceder a la suavidad de sus halagos, está ya
muerto. Nadie lo sabe, aún no fue sacado fuera; es muerte secreta, en su casa,
en su cuarto; pero muerte. Nadie diga que no cometió adulterio si determinó
cometerle; si ha consentido a la delectación que le impulsaba blandamente a
cometerlo, ya lo cometió; él es adúltero, ella casta. Preguntad a Dios, y él os
responderá sobre esta muerte doméstica, interior, de la muerte en el lecho,
lechos de los que leemos: Compungíos en el silencio de vuestros lechos de las
cosas que andáis meditando en vuestros corazones. Oye la sentencia del
resucitador en punto a este morir: Quien a una mujer casada mira para desearla,
adulteró ya con ella en su corazón, si bien no llevó aún a efecto la
fornicación corporal. Más a las veces le mira el Señor, y se arrepiente de
haber determinado hacerlo, de haber consentido; en su lecho ha muerto y en su
lecho resucita.
Pero, si ejecuta lo pensado, ya la muerte se puso en marcha,
ya salió fuera; mas por el arrepentimiento se le da fin, y el muerto llevado a
enterrar es devuelto a la vida. Pero si a la consumación de la obra se allega
la costumbre, ya hiede y tiene encima de sí la losa de la mala costumbre; mas
ni aun a éste le abandona Cristo; poderoso es para resucitarle también, aunque
llora. Hemos oído, cuando se leía el evangelio, haber Cristo llorado a Lázaro.
Los oprimidos por la costumbre están aprisionados, y Cristo brama para
resucitarlos. Mucho, en efecto, los increpa la palabra divina, mucho les grita
la Escritura, y también es mucho lo que yo grito para ser oído y felicitarme de
la resurrección de este Lázaro.
Quitad, dice, la piedra, pues ¿cómo puede resucitar el
consuetudinario si no se le quita el peso de la costumbre? Clamad, ligadle,
acusadle, removed la piedra; cuando veáis a uno de ésos, no queráis daros
tregua; es cosa trabajosa, mas el trabajo ese remueve la piedra. Aquel cuya voz
traspasa los corazones sea el que grite: Lázaro, sal fuera; esto es, vive, sal
del sepulcro, muda la vida, da fin a la muerte. Y el muerto salió atado con las
vendas; porque, si bien el consuetudinario cesa de pecar, todavía es reo de lo
pasado, y necesario es que ruegue y haga penitencia por lo hecho, no por lo que
hace, pues ya no lo hace; está vivo, no lo hace, pero aún está ligado por las
cosas que hizo. Luego es a los ministros de la Iglesia, por medio de los cuales
se imponen las manos a los penitentes, a los que dice Cristo: Desatadle y
dejadle ir. Dejadle, desatadle: Lo que desatéis en la tierra, desatado quedará
en el cielo. (Quien me hubiese oído ya esto que ahora dije y lo recordaba,
imagínese estar leyendo lo que entonces escribió; y quien no lo había oído,
escríbalo ahora en su corazón para leerlo cuando guste.)
(San Agustín, Obras Completas, XXIII, Sermones (3º), BAC,
Madrid, 1983, Pág. 270-273)