Los
primeros testigos de la Resurrección fueron mujeres. Al amanecer, van al
sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús, y encontraron al primer signo: el
sepulcro vacío (cf. Mc. 16,1). Esto es seguido por un encuentro con un
mensajero de Dios que anuncia: Jesús de Nazaret, el crucificado, no está aquí,
ha resucitado (cf. vv 5-6.). Las mujeres se sienten impulsadas por el amor y saben
cómo acoger este anuncio con fe: creen, y de inmediato lo transmiten; no lo
retienen para sí mismas, sino que lo transmiten. La alegría de saber que Jesús
está vivo, la esperanza que llena su corazón, no se pueden contener.
Esto también debería suceder en nuestras vidas: ¡Sintamos la alegría
de ser cristianos! ¡Creemos en un Resucitado que ha vencido el mal
y la muerte! ¡Tengamos el valor de "salir" para llevar esta alegría y
esta luz a todos los lugares de nuestra vida! La resurrección de Cristo es
nuestra mayor certeza; ¡es el tesoro más preciado!
¿Cómo no compartir con otros este tesoro, esta certeza? No es solo para
nosotros, es para transmitirlo, para dárselo a los demás, compartirlo con los
demás. Es nuestro propio testimonio.
En las profesiones de fe del Nuevo Testamento, como testigos de la Resurrección
se recuerda solo a los hombres, a los Apóstoles, pero no a las mujeres. Esto se
debe a que, de acuerdo con la ley judía de la época, las mujeres y los niños no
podían dar un testimonio fiable, creíble.
En los evangelios, sin embargo, las mujeres tienen un papel
primordial, fundamental. Aquí podemos ver un elemento a favor de
la historicidad de la resurrección: si se tratara de un hecho inventado, en el
contexto de aquel tiempo, no hubiera estado ligado al testimonio de las
mujeres. Los evangelistas sin embargo, narran simplemente lo que sucedió: las
mujeres son las primeras testigos.
Esto nos dice que Dios no escoge según los criterios humanos:
los primeros testigos del nacimiento de Jesús son los pastores, gente sencilla
y humilde; los primeros testigos de la resurrección son las mujeres. Y esto es
hermoso. ¡Y esto es un poco la misión de las madres, de las mujeres!
Dar testimonio a sus hijos, a sus nietos, que Jesús está vivo, que es la vida,
que resucitó.
¡Mamás y mujeres, adelante con este testimonio! Para Dios cuenta el corazón, el
cuánto estamos abiertos a Él, si acaso somos como niños que se confían.
Pero esto también nos hace reflexionar sobre cómo las mujeres, en la Iglesia y
en el camino de la fe, han tenido y tienen también hoy un rol especial en la
apertura de las puertas al Señor, en el seguirlo y en el comunicar su Rostro,
porque la mirada de la fe tiene siempre la necesidad de la mirada simple y
profunda del amor.
A los Apóstoles y a los discípulos les resulta más difícil creer.
A las mujeres no. Pedro corre a la tumba, pero se detiene ante la tumba vacía;
Tomás debe tocar con sus manos las heridas del cuerpo de Jesús. También
en nuestro camino de fe es importante saber y sentir que Dios nos ama, no tener
miedo de amarlo: la fe se confiesa con la boca y con el corazón, con la palabra
y con el amor.
Después de las apariciones a las mujeres, les siguen otras: Jesús se hace
presente de un modo nuevo: es el Crucificado, pero su cuerpo es glorioso; no ha
vuelto a la vida terrenal, sino que lo hace en una condición nueva.
Al principio no lo reconocen, y solo a través de sus palabras y sus gestos sus
ojos se abren: el encuentro con Cristo resucitado transforma, da nuevo vigor a
la fe, un fundamento inquebrantable. Incluso para nosotros, hay muchos indicios
de que el Señor resucitado se da a conocer: la Sagrada Escritura, la Eucaristía
y los demás sacramentos, la caridad, los gestos de amor que llevan un rayo del
Resucitado.
Dejémonos iluminar por la Resurrección de Cristo, dejémonos transformar
por su fuerza, para que también a través de nosotros en el mundo, los signos de
la muerte den paso a los signos de la vida.
Autor: Papa Francisco. Fuente: Catholic net
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