Veamos cómo nos cuenta ella esta
merced de la Transverberación: “Vi a un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo
en forma corporal … , no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro
tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que parecen todos se
abrasan -deben ser de los querubines, que los nombres no me los dicen-o Víale
en las manos un dardo de oro largo y al fin del hierro que parecía tener un
poco de fuego; éste me parecía meter por el corazón algunas veces y que me
llegaba a las entrañas; al sacarle, me parecía las llevaba consigo y que me
dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me
hacía dar aquellos quejidos y tan excesiva la suavidad que me pone este gran
dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que
Dios” (Vida 29,13).
Esta merced, que, según San Juan
de la Cruz, la hace Dios a contadas almas, la recibió Santa Teresa diversas
veces. Una de ellas fue en el coro de La Encarnación, al decir de María de
Pinel: “La merced del dardo fue en el coro alto, y es menester atender que no
fue una vez sola. Otra vez, siendo priora en un aposento de la celda prioral”.
Otra tuvo lugar en la casa de doña Guiomar de Ulloa, en los años en que paso en
su casa, 1555-1558.
Aunque fuera visión imaginaria y
sin herida física, el arte barroco del siglo XVII ha amplificado el tema. La
devoción popular asoció la visión de la Transverberación al corazón que se
venera en la villa teresiana de Alba de Tormes.
El tema ha sido tratado por
grandes pintores como Rubens, por escultores como Bernini, y cantado por
poetas como Lope de Vega, rendido admirador de la Santa. ¿Quién no recuerda su
celebrado soneto?
«Henda, vais del serafín, [Teresa:
/ corred al agua, cierva blanca y parda, / mas la fuente
de vida que os aguarda / también es fuego y de
abrasar no cesa.
El tema de la Transverberación fue
citado en la Bula de Canonización, de Gregario XI, y fue uno de los
motivos representados en los tapices de San Pedro del Vaticano el día de su
canonización.
La obra de Juan Lorenzo
Bemini, que se puede contemplar en la iglesia carmelitana de
Santa María de la Victoria, en una rica capilla, fundada por el cardenal
Federico Cornaro. Bajo un torrente de luz, lanzado por una ráfaga celeste,
aparece el grupo marmóreo de la Santa transverberada por el harpón de oro
llameante del querubín, que parece descender del cielo en aquel instante, lleno
de gozo con tan feliz embajada. Está Teresa desfallecida, casi tendida entre
las nubes que la alejan de la tierra. Bajo los pesados párpados se revelan los
ojos cegados. Sus labios están entreabiertos, casi se oye respirar, emitiendo
aquellos quejidos involuntarios que ella misma confesó (Vida 29,13).
Parece bastante claro que el ángel ya ha traspasado su corazón con la flecha
flamígera. La mano izquierda cuelga insensible mientras sus pies desnudos
están suspendidos en el aire. Nadie jamás reflejó mejor ese dulce tormento del
fuego divino, que Teresa describe.
Pintores y escultores siguen, con
más o menos fidelidad, el texto teresiana de Vida29,13. Hay variantes,
fruto de visiones muy personales. El querubín se convierte, muchas veces, en
ángel mancebo «harto grande». El dardo de la visión teresiana se trueca,
en otros, en flecha con arco, jabalina, arpón flamígero y llameante. Amplían,
otros, el número de ángeles y de oficios: unos sostienen a la Santa en su
desvanecimiento; otros, abren la capa descubriendo el pecho para que el dardo
dé en diana en el corazón de Teresa; algunos, contemplan absortos, la visión.
No faltan quienes colocan el arco y la flecha en manos de Jesús niño,
como puede contemplarse en un cuadro en la iglesia de las Carmelitas de Toro. A
veces, Jesús va acompañado de María y José, Otras, asiste entre celajes
de muebles, Dios Padre y la Paloma del Espíritu Santo, Y, como dato curioso, el
querubín no está en el lado izquierdo, como lo viera Santa Teresa, sino
detrás de ella y en el mismo plano.
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