En tiempos de Jesús Palestina formaba parte del Imperio romano. Esto implicaba que los judíos debían pagar tributo al César. Esta imposición no solo tenía consecuencias económicas, sino que era considerada como una humillación para los habitantes de esta región. Aparte de las connotaciones económicas, sociales o políticas, para los judíos fervientes esta obligación representaba también un problema religioso, debido al hecho de tributar en beneficio de un emperador pagano. Por eso, la pregunta trata de poner contra las cuerdas a Jesús, ya que justificar el impuesto al César supondría considerar al Señor traidor a Dios y al pueblo elegido, y cómplice del poder pagano; por el contrario, rechazar este pago acarrearía la denuncia de Jesús ante las autoridades romanas por subversión. De hecho, en el relato de la Pasión de San Lucas se acusa precisamente a Jesús de esto. Pero el Señor, lejos de amedrentarse ante esta pregunta capciosa, les devuelve la cuestión, haciéndoles ver que también ellos se aprovechan de la dominación, usando el dinero romano para su vida cotidiana. Además introduce un elemento inesperado en su respuesta: «a Dios lo que es de Dios». Con esta respuesta, no centra la cuestión solo en la dimensión política o en la relación que debe existir entre la esfera civil y la religiosa.
El hombre, imagen de Dios
Si ponemos en Evangelio de este domingo en relación con la primera lectura, tomada de la profecía de Isaías, observamos que Dios aparece como quien dirige la historia, con independencia de la época, los gobiernos o los acontecimientos concretos que la conforman. Por eso, ningún poder terreno puede ponerse en el lugar de Dios. Así se explicita al afirmar el Señor varias veces que «yo soy el Señor y no hay otro fuera de mí». Incluso el emperador persa Ciro es, sin saberlo, instrumento de un plan más grande, que solo Dios conoce y lleva a cabo. Por otro lado, con la afirmación de Jesús sobre la necesidad de a «dar a Dios lo que es de Dios» se pone de manifiesto que, al igual que la moneda lleva la efigie del César, el hombre lleva plasmada la imagen de Dios, tal como aparece en el relato de la creación, del libro del Génesis. Por lo tanto, Dios ha escogido al hombre, por Él creado, para reflejar su imagen, es decir, su gloria. De este modo se pone en evidencia que la misión del Evangelio y de la Iglesia no es únicamente recordar la justa distinción entre la esfera política y la religiosa, sino esencialmente la de hablar de Dios y recordar a los hombres el derecho de Dios sobre lo que le pertenece, es decir, sobre nuestra vida. Puesto que Dios es santo, nos corresponde a nosotros reflejar la imagen de su santidad.
Vivir integrados en la sociedad
Desde los primeros momentos de la vida de la Iglesia no se distinguió al cristiano por su rebelión frente a los poderes políticos establecidos, sino por su empeño por integrarse en la sociedad concreta de la que formaba parte, tratando de transformarla a la luz del Evangelio. Es lo que ocurría en los primeros siglos y es la misión que tenemos por delante. La constitución pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II nos ayuda a comprender también cuál ha de ser hoy la función del creyente en medio de la cultura en la que vive. Sin embargo, la autonomía de las realidades temporales no significa que el cristiano deba renunciar a participar de los asuntos de la vida política o que deba esconder su condición de creyente ante los demás. Aceptando los legítimos poderes, el cristiano tiene también la misión de manifestar en su vida pública y privada lo que es y lo que piensa.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
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