«Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis» (Lc 12,7a).
Nuestro amantísimo Salvador en diversos pasajes de las Sagradas Escrituras nos asegura que constantemente cuida de nosotros con desvelo; que nos lleva y llevará siempre en su regazo, sobre su corazón y en sus entrañas; y no se conforma con decírnoslo una o dos veces, sino que lo afirma y repite hasta cinco veces en el mismo pasaje.
Y en otro texto de Isaías nos asegura que si una madre llegara a olvidarse del hijo que un día llevó en su seno, El, sin embargo, jamás nos olvidaría y que ha escrito nuestro nombre en sus manos para no olvidarnos nunca; que si alguno nos tocara, lo heriría a Él en la niña de sus ojos; que no tenemos por qué preocuparnos de lo necesario para la vida y el vestido, pues Él en persona lo hace por nosotros ya que de sobra conoce nuestras necesidades; que ha contado todos los cabellos de nuestra cabeza y que ninguno de ellos caerá sin su licencia; que su Padre nos ama igual que a Él, y que su propio amor a nosotros es idéntico al que profesa a su Padre; Que Él desea estemos en donde Él esté, es decir que anhela vernos reposar en el mismo regazo de su Padre; que quiere vernos sentados con Él en el mismo trono; y que, en una palabra, no seamos con Él sino una misma y sola persona unida a la del Padre.
Tengamos cuidado de no apoyarnos nunca ni en el poder o el favor de nuestros amigos, ni en nuestros bienes, ni en nuestro espíritu, ni en nuestro saber, ni en nuestras fuerzas, ni en nuestros buenos deseos y propósitos, ni en nuestra oración, ni siquiera en la confianza que podemos tener en Dios, ni en los medios humanos, ni en cosa alguna creada, sino únicamente en la sola misericordia de Dios.
No quiero decir que no hayamos de servirnos de todas estas cosas, y hacer de nuestra parte todo lo que esté en nuestro poder para vencer los vicios, para ejercitarnos en la virtud y para llevar y cumplir las tareas que Dios nos ha confiado y cumplir con las obligaciones que derivan de nuestro estado.
Pero debemos renunciar a todo apoyo y confianza que podamos tener en las cosas mencionadas, y fiarnos de la pura bondad de Nuestro Señor. De manera que debemos esforzarnos tanto y trabajar según nuestras fuerzas, como si nada esperáramos de Dios; y no obstante, no debemos apoyarnos en nuestro trabajo y cuidado, sino, como si no hiciéramos nada, esperar todo únicamente de la misericordia de Dios.
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