Antaño, la celebración de una comunión reunía a los familiares más cercanos en una comida sencilla en casa, y los niños recibían como regalo algún detalle nada ostentoso. Hoy, al llegar el mes de mayo, las familias se preparan para desembolsar una cantidad de dinero que puede llegar a superar los 8.000 euros –aunque el gasto medio es de 4.000–, entre carísimos viajes a parques temáticos y listas de invitados que son más propias de bodas que de comuniones.
Parece ser cierto que «se nos está yendo la pinza con los convites, banquetes y regalos», como advirtió la semana pasada el juez de Menores de Granada, Emilio Calatayud, en una entrada en su cuenta de Facebook que en pocas horas se convirtió en un alegato viral contra la desmesura.
El gasto en el festejo social que envuelve al acto religioso supone un endeudamiento importante para muchas familias, y ha afianzado la tendencia al exceso que vienen recogiendo las asociaciones de consumidores en los últimos años, que recomiendan «adaptar el presupuesto a los tiempos y a las posibilidades económicas». Ni siquiera la crisis ha logrado frenar el sobregasto, y de producirse una contención, es mínima.
Elemento de «exhibición»
¿Por qué esta tendencia a materializar este acto religioso? El sociólogo José Luis Barceló Mezquita, del Colegio de Politólogos y Sociólogos de Madrid, identifica que uno de los primeros motivos de este dispendio es la cuestión demográfica.
Las parejas españolas tienen muchos menos niños que hace 15 o 20 años –la tasa de natalidad ha caído dos puntos porcentuales desde la década de los 80– y pueden permitirse hacer una mayor inversión en ellos, en ocasiones con una intención implícita de «exhibir» su poder adquisitivo. «Antes, cuando las familias eran más numerosas, esto no se hacía», apunta Barceló Mezquita. Según el experto, «el que tiene uno o dos hijos los ha convertido en un elemento de distinción, no sólo en este tipo de celebraciones, también, por ejemplo, en la búsqueda de un colegio caro para que estudien».
En esta misma línea, el profesor de Historia del Pensamiento y Movimientos Sociales de la Universidad San Pablo CEU, Juan Carlos Jiménez, habla de «esnobismo de estatus»: el evento religioso es accesorio a la fiesta social, hasta tal punto que los padres se ven obligados a competir para que el niño eleve su estatus mostrando su celebración».
Barceló Mezquita coincide en que «se ha llegado a ridiculizar la comunión». Apunta, además, un dato curioso y contradictorio que aporta una pista del carácter psicosocial de los españoles: el 50% de los enlaces entre parejas a día de hoy se producen por lo civil. «Nos encontramos con que a pesar de que sean parejas civiles sí que quieren que sus hijos hagan la comunión».
En este sentido, Alejandro Néstor García, sociólogo y profesor en la Universidad de Navarra, cree que «esta celebración ha perdido en parte su carácter religioso –aunque, puntualiza, no totalmente– para coger forma de evento social familiar». Y justifica esta tendencia en el cambio en las relaciones familiares: «ahora hay una mayor movilidad de los miembros, por lo que el núcleo se ve fragmentado, y aprovecha estas ocasiones para convertirlas en un motivo de celebración de suma importancia». Inevitablemente, se le da la misma relevancia al consumo y se invierte mucho más en los preparativos.
Sentimiento de culpa
¿Qué lleva a los padres a actuar así? La psicóloga Rocio Martín-Serrano, autora del libro Autoconcepto y ansiedad en adolescentes: un programa de intervención clínica, apunta como primer motivo a que estos comportamientos sirven a los padres para mitigar posibles sentimientos de culpa. «El ritmo de la sociedad ha contribuido a que las obligaciones laborales de los padres les impida pasar más tiempo con sus hijos», así que se vuelcan en la preparación de estos días señalados para los niños adoptando una «conducta de compensación». De esta forma se sustituye «inconscientemente» el componente afectivo por el material: menos atención, pero más regalos.
«Que no sea menos que los demás», «que no le falte de nada», y todo este tipo de proverbios paternales que muestran la inclinación de los progenitores a cuidar en exceso de los hijos, según aclara Martín-Serrano, son otras de las causas del derroche, que sólo contribuyen a «frenar sus habilidades evolutivas» y entorpecer su enfrentamiento a contratiempos futuros.
La causa de esta conducta radica en la inseguridad de los propios padres: «el hecho de que los progenitores le transmitan a su hijo, por ejemplo, que tener menos regalos significa ser menos que los demás, demuestra la inseguridad de ellos», que se proyecta en el niño generando un patrón de conducta que se acabará repitiendo. «Lo único que consiguen estas recompensas inmediatas, vinculadas al capricho, es frenar sus inseguridades a corto plazo, pero -concluye Martín-Serrano- seguirán expuestos a ellas y desarrollarán baja tolerancia a la frustración cuando surgen imprevistos».
Patricia García/ABC
Alfa y Omega
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