León XIII la proclamó patrona de las diócesis catalanas, ratificando una realidad histórica afirmada por sucesivas generaciones. Fue la primera imagen española distinguida con la coronación canónica, en el año 1881.
Probablemente no es la advocación de Montserrat la más antigua de las imágenes de Nuestra Señora en España. Pero consta que ya en el siglo IX se le rendía culto en una pequeña ermita que cedió el padre de Wifredo el Velloso al monasterio de Ripoll, junto con otras tres ermitas más. El famoso abad Oliva dará impulso a la devoción medio siglo más tarde y la dotará del servicio de una pequeña comunidad monástica.
Es cierto que la fábula y los buenos deseos del enfervorizado pueblo ha creado, como tantas veces sucede con los santos, una leyenda en torno a la imagen que algunos –así quedó escrito– supusieron esculpida en madera por san Lucas (al que otros hicieron igualmente pintor), con las herramientas de san José, tomando por modelo a la Virgen María y traída por san Pedro a Barcelona.
Acercándonos más a la posible verdad, parece que la imagen la escondieron los cristianos en una cueva de la montaña, cuando hubo peligro, y su encuentro en tiempos de la Reconquista dio origen a la actual devoción, al monumental templo y al monasterio. Románica del siglo XII; dorada; policromada; hierática en su trono como reina; con el Niño en sus rodillas, protegido por la mano izquierda y en la derecha una esfera; con la derecha bendice el Niño también, manteniendo una piña en la izquierda. De color negro, que se asegura tal por el humo de los siglos con tanta vela. ¡La Moreneta!
Está entre las más señaladas vírgenes negras. La devoción se extendió más y más en la península, pasó al centro de Europa al presidir la capilla palatina de la corte del emperador Carlos V en Viena, se hizo presente en Italia, y se extendió por Oriente, al paso que estuvo presente en los proyectos de conquista y expansión de la corona catalano-aragonesa. Cuando se descubre el Nuevo Mundo, ya no solo son tallas de madera, sino templos, pueblos y ciudades quienes veneran su nombre.
En Montserrat la visitaron poderosos: príncipes, reyes, emperadores, princesas, reinas, obispos, santos, los de leyes, los de ciencia, de armas y de letras.
Pasó a los libros en teatros, novelas y poemas con Cervantes, Lope de Vega, Goethe, Schiller y más, que escribiendo, ni la olvidan, ni la dejan.
Pero los no célebres, el pueblo sencillo, los fieles de toda la vida, las muchedumbres, han seguido consagrándole sus hijos, continúan dedicándole sonrisas, van a ofrecerle las lágrimas, acuden implorando protección, agradecen sus favores y gozan con sus consuelos. Honrándola, saben que honran a la Madre de Dios y ese culto cobra infinitud, porque el Dios y Padre común queda honrado en la Madre del Hijo que es la Esposa del Espíritu. La «llena de gracia», la mejor de las criaturas.
Así no sorprende la configuración peculiar del entorno que ayuda a la grandiosidad del majestuoso templo, con el culto atendido por los monjes benedictinos, cuyo canto suaviza la escolanía siempre renovada de los niños y jóvenes del entorno. Allí sigue habiendo gracias –unas sensibles, otras ocultas– mientras los monjes rezan, se entregan al estudio, investigan y difunden el saber por el mundo.
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