domingo, 19 de febrero de 2017

Para ser hijos del Padre celestial


No se puede entender el mandato evangélico «Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,1). En el libro del Levítico, la santidad no consiste, en primer término, en una cualidad de las personas que cumplen la voluntad de Dios, sino que es, ante todo, una participación en el ser de Dios, en la vida divina. Esto es así porque el único santo es Dios, tal y como lo reconocemos en nuestra oración: «Tú solo eres santo», cantamos en el Gloria de la celebración eucarística. Asimismo, el Señor es aclamado como tres veces santo en la parte central de la Misa. Cuando escuchamos la frase «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto», está en el trasfondo el citado pasaje del Antiguo Testamento. Ciertamente, a la noción originaria de santidad de la Sagrada Escritura se le añaden con el paso del tiempo atributos unidos a la integridad física y moral. Sin embargo, la novedad que trae Jesús atañe a la perfección del amor. A esto somos llamados los hijos de Dios. Esta afirmación se sostiene además por los evangelios paralelos, ya que Lucas sustituye «perfectos» por «misericordiosos»: se nos pide ser misericordiosos como el Padre.
de este domingo sin hacer alusión a la voluntad de Dios de hacer partícipes a los hombres de su vida, tal y como leemos en la primera lectura de la Misa:
Jesucristo, encarnación de la santidad
En continuidad con el sermón de la montaña, el Señor nos obliga a replantear nuestra escala de valores. De hecho, tenemos de nuevo este domingo ante nosotros la expresión «habéis oído… pero yo os digo». Si en las bienaventuranzas se llamaba dichosos a quienes el mundo considera desdichados, hoy se nos invita a amar de una manera total y sin miramientos.
El amor a los enemigos parece algo imposible, humanamente hablando. En cierta medida, el Antiguo Testamento orientaba hacia el amor cuando se invitaba a no albergar odio alguno contra el hermano. Pero el amor en la Antigua Alianza era restringido, dado que se circunscribía a los miembros del mismo pueblo. Otra limitación célebre estaba representada por el precepto del ojo por ojo. Es cierto que este mandato buscaba frenar el ansia de revancha que instintivamente nace en el corazón del hombre que ha sido ofendido, con el fin de que la venganza no excediera nunca el daño causado. Sin embargo, Jesús, aparte de rechazar radicalmente la violencia, nos enseña que hay que ir más allá del cálculo, mostrándonos que es posible ser misericordiosos y amar incondicionalmente. Tanto a través de la Encarnación de su Hijo, como por su pasión, muerte y resurrección, Dios ha desvelado al hombre su ser y, por lo tanto, su capacidad inigualable de amar. La grandeza del Evangelio estriba en que Jesús es el primero que vive aquello que predica. Por eso, Jesús mismo no titubea a la hora de censurar la incoherencia de los fariseos, que adoctrinaban sobre lo que no cumplían. Pero más allá de asistir al ejemplo vivo de una coherencia de vida o de una moral excelente, a través de las palabras y obras del Señor se nos revela el ser de Dios y la máxima aspiración del hombre.
En definitiva, una vez más se nos invita a no situarnos conforme a la mentalidad dominante. Pero para ello es necesario tener un referente, un modelo que nos manifiesta en qué consiste lo más profundo de Dios, su santidad. Al reconocer la santidad de Dios hecha carne en Jesucristo, afirmamos algo más profundo que la carencia de maldad moral en él. Estamos comprobando que Jesucristo nos manifiesta todo cuanto Dios posee de riqueza, vida, poder y bondad. Una santidad que mediante su Hijo se ha hecho accesible, sin perder nada del sobrecogimiento y fascinación que provoca en el hombre.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madri
Alfa y Omega

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