lunes, 3 de octubre de 2016

COMENTARIO AL EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS (10,25-37) POR EL PAPA FRANCISCO:




Hoy reflexionamos sobre la parábola del buen samaritano. Un doctor de la Ley pone a prueba a Jesús (...) hace una pregunta, que se vuelve muy valiosa para nosotros: «¿Quién es mi prójimo?» 

Y Jesús responde con una parábola en la que convergen un sacerdote, un levita y un samaritano. Las dos primeros son figuras relacionadas al culto del templo; el tercero es un judío cismático, considerado como un extranjero, pagano e impuro, es decir, el samaritano. 

En el camino de Jerusalén a Jericó, el sacerdote y el levita se encuentran con un hombre moribundo, que los ladrones habían asaltado, saqueado y abandonado. La Ley del Señor en situaciones símiles preveía la obligación de socorrerlo, pero ambos pasan de largo sin detenerse...

Y aquí la parábola nos da una primera enseñanza: no es automático que quien frecuenta la casa de Dios y conoce su misericordia sepa amar al prójimo. ¡No es automático! Puedes conocer toda la Biblia, puedes conocer todas las rúbricas litúrgicas, puedes aprender toda la teología, pero de conocer no es automático el amar: amar tiene otro camino, es necesaria la inteligencia pero también algo más... El sacerdote y el levita ven, pero ignoran; miran, pero no proveen. 

Sin embargo, no existe un verdadero culto si no se traduce en servicio al prójimo. No olvidemos nunca: frente al sufrimiento de mucha gente agotada por el hambre, la violencia y las injusticias, no podemos permanecer como espectadores. 

Ignorar el sufrimiento del hombre, ¿qué significa? ¡Significa ignorar a Dios! Si yo no me acerco a ese hombre, a esa mujer, a ese niño, a ese anciano o a esa anciana que sufre, no me acerco a Dios. 

Pero vamos al centro de la parábola: el samaritano, que es precisamente aquel despreciado, aquel por el que nadie habría apostado nada, y que igualmente tenía sus compromisos y sus cosas que hacer, cuando vio al hombre herido, no pasó de largo como los otros dos, que estaban ligados al templo, sino que «tuvo compasión». 

Así dice el Evangelio: «Tuvo compasión», es decir, ¡el corazón, las entrañas se conmovieron! Esa es la diferencia. Los otros dos «vieron», pero sus corazones permanecieron cerrados, fríos. En cambio, el corazón del samaritano estaba en sintonía con el corazón de Dios. De hecho, la «compasión» es una característica esencial de la misericordia de Dios. 

Dios tiene compasión de nosotros. ¿Qué quiere decir? Sufre con nosotros y nuestros sufrimientos Él los siente. Compasión significa «padecer con». El verbo indica que las entrañas se mueven y tiemblan ante el mal del hombre. 

Y en los gestos y en las acciones del buen samaritano reconocemos el actuar misericordioso de Dios en toda la historia de la salvación. Es la misma compasión con la que el Señor viene al encuentro de cada uno de nosotros: Él no nos ignora, conoce nuestros dolores, sabe cuánto necesitamos ayuda y consuelo. Nos está cerca y no nos abandona nunca. 

Cada uno de nosotros, que se haga la pregunta y responda en el corazón: «¿Yo lo creo? ¿Creo que el Señor tiene compasión de mí, así como soy, pecador, con muchos problemas y tantas cosas?». Pensad en esto, y la respuesta es: «¡Sí!». Pero cada uno tiene que mirar en el corazón si tiene fe en esta compasión de Dios, de Dios bueno que se acerca, nos cura, nos acaricia. Y si nosotros lo rechazamos, Él espera: es paciente y está siempre a nuestro lado.

El samaritano actúa con verdadera misericordia: venda las heridas de aquel hombre, lo lleva a una posada, se hace cargo personalmente y provee para su asistencia. Todo esto nos enseña que la compasión, el amor, no es un sentimiento vago, sino que significa cuidar del otro hasta pagar en persona. Significa comprometerse realizando todos los pasos necesarios para «acercarse» al otro hasta identificarse con él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Este es el mandamiento del Señor.

Concluida la parábola, Jesús da la vuelta a la pregunta del doctor de la Ley y le pregunta: «¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» (v. 36). La respuesta es finalmente inequívoca: «El que practicó la misericordia con él» (v. 37). 

Al comienzo de la parábola para el sacerdote y el levita el prójimo era el moribundo; al final el prójimo es el samaritano que se hizo cercano. Jesús invierte la perspectiva: no clasificar a los otros para ver quién es prójimo y quién no. Tú puedes convertirte en prójimo de cualquier persona en necesidad, y lo serás si en tu corazón hay compasión, es decir, si tienes esa capacidad de sufrir con el otro.

Esta parábola es un regalo maravilloso para todos nosotros, y ¡también un compromiso! A cada uno de nosotros, Jesús le repite lo que le dijo al doctor de la Ley: «Vete y haz tú lo mismo». Todos estamos llamados a recorrer el mismo camino del buen samaritano, que es la figura de Cristo: Jesús se ha inclinado sobre nosotros, se ha convertido en nuestro servidor, y así nos ha salvado, para que también nosotros podamos amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado, del mismo modo.

(Papa Francisco, catequesis del 27-4-2016)

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