"Los pobres estarán a la puerta del Cielo
esperándote para llevarte a tu rinconcito junto al Padre"
Estabas ya muy malito. Supongo que intuías que te quedaban pocos
minutos. Habías empezado con pequeños espasmos, tenías la mirada perdida.
Entonces me acerqué, te limpié la boca, y me atreví a susurrarte al oído las
seis palabras que llevaba preparando desde hace algo más de un año. Gracias, papá, ya te puedes marchar.
Gracias,
papá, ya te puedes marchar. Has luchado sin quejarte, sin descanso, durante los
dos años largos que ha durado esta maldita enfermedad que te fue dejando sin
fuerzas y sin palabras, especialmente a lo largo de los últimos meses, cuando aun
así tratabas de hacerte entender en mitad de un atardecer que iba tornándose
cada vez más oscuro.
Todavía te quedaban varias lecciones que
darnos, como las que diste
durante toda tu vida. Dando ejemplo, mostrando nuevos caminos, siempre con una
sonrisa, aspirando la vida hasta el último sorbo. Y con una fe, irrenunciable y
optimista, en el Dios de la vida que es la mejor herencia que jamás nadie podrá
dejar.
En las últimas horas, alrededor nuestro ha desfilado
una riada de gente, una nebulosa de cariño, en forma de caricia, de abrazo, de
lágrima, de presencia silenciosa. ¡Cuánta gente os quiere, papá,
mamá! Se esfuerzan, con toda su buena voluntad, en recordarnos
que en los últimos tiempos ya no eras tú. Que nos quedemos con el recuerdo de
quien fuiste antes de la enfermedad. Pero no es toda la verdad, ¿a que no?
La de
cosas que hemos aprendido en estos últimos meses. Hasta las últimas horas te
esforzabas por caminar, por canturrear las palabras que queríamos leyeras, por
mirarnos a la cara e intentar imitar nuestros gestos, escrutar nuestros
rostros, reconocernos en las nubes de la memoria. Hace justo ahora una semana
pasaste quince minutos intentando chasquear los dedos y disfrutando cuando
pensábamos que lo lograbas. Y un día antes conseguiste "construir" un
estuche con un folio para guardar los lápices. Confieso que la última palabra
que escribiste me dejó "tocado", pero ése será nuestro secreto.
¡Si hasta cuando ya no podías hablar y te
costaba recordar conseguiste hacer amigos que hoy han venido a llorarte y a
dejarte una sonrisa! Y es que siempre supiste ofrecer a quien se acercara todo
lo que tenías. Tu vida, papá, ha sido una tesis práctica de
la parábola de los talentos. Y tú tenías una asombrosa capacidad
para sembrar.
Has logrado vivir plenamente, y siempre
has hecho lo que te ha dictado el corazón, que no es lo mismo que hacer lo que te diera la
gana. Ha sido el corazón, y no el deseo o la cabeza, quien ha gobernado tu
vida. Y has conseguido ser tú a lo largo de todos tus pasos sobre esta tierra.
Menguado, azotado, pequeñito, frágil, asustado... pero siempre tú hasta el
final. O hasta este nuevo comienzo, que no todo acaba en estas letras, en este
cuerpo. He tenido la inmensa fortuna de seguir viendo al Higinio al que quiero
y admiro hasta tu último latido. Y eso me hace, aun entre lágrimas, sentirme
profundamente feliz.
Cuando te
diagnosticaron la enfermedad (todavía no sé si has tenido Alzheimer, Afasia o
varias clases de dolencias "degenerativas" entrelazadas), tuvimos una
conversación, la primera de muchas. Curiosamente, hemos charlado mucho más en
este tiempo en el que tus dificultades eran evidentes que durante los 38 años
de vida compartida con anterioridad. Siempre he hablado más que tú, esto no es
causa de la enfermedad: al menos, no de la tuya, tengo que aprender a escuchar
más.
Ese día hicimos un pacto: tú ibas a esforzarte,
a hacer todo lo que te pidieran los médicos, a trabajar todo lo posible,
primero en casa, luego con los amigos de Afal, después (cuando no hubo más
remedio) en la resi... y yo no te iba a engañar. Tenías una enfermedad que
afectaría tus recuerdos, tu capacidad para hablar, para expresarte, que poco a
poco conseguiría ir minando tus fuerzas... pero que íbamos a aprovechar el
tiempo. Y hoy puedo decir que ambos cumplimos nuestro
acuerdo... salvo alguna mentirijilla que no me tendrás en cuenta,
¿verdad?
Lo que no
llegaste a perder, papá, fue tu capacidad de emocionarte, de hacernos sentir
que seguías aquí, con nosotros. Siempre lo has hecho, desde pequeños, cuando
nos lanzábamos sin cuerda por los puentes de la vida, creyendo que siempre
seríamos de goma, que no nos romperíamos, y que si lo hacíamos estaríais mamá y
tú para recogernos y llevarnos de vuelta a casa, limpiarnos los mocos y las
heridas y conseguir que todo volviera a estar bien.
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