martes, 26 de abril de 2016

¿Sabemos amar de verdad?

 

¿Es posible el amor en el mundo en el que vivimos? El mandamiento nuevo que Jesús nos ofrece, ¿no es acaso un ideal hermoso pero inalcanzable? Una rápida mirada a la realidad actual podría darnos suficientes razones para pensar que efectivamente es así. Y no hace falta desplazarnos hasta regiones de la tierra donde mueren hombres, mujeres y niños en una guerra fratricida, ni recordar los atentados terroristas en Francia o Bélgica, o los millones de asesinatos de bebes inocentes que se cometen año a año en los vientres maternos. Muchas veces las manifestaciones del anti-amor, del egoísmo y el individualismo, tal vez menos escandalosas pero siempre dolorosas, están mucho más cerca de la puerta de nuestra casa si es que no están también dentro.
¿Es, pues, un ideal hermoso pero irrealizable en este mundo? Una vez más, la Palabra viva de Dios nos responde con fuerza: ¡No! Y nos anuncia que el amor es posible. ¿Por qué? Porque Dios nos ha amado primero. Nos amó primero cuando nos creó de la nada; nos amó primero cuando nos perdonó por haberle dado la espalda con nuestro pecado; nos amó primero hasta el punto de enviar al mundo a su Hijo Único a dar la vida por nosotros para reconciliarnos y obtenernos la vida verdadera: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10).
Comprender un poco mejor el alcance de lo que Jesús nos dice en el Evangelio pasa por preguntarnos por la novedad del mandamiento que nos da. ¿En qué sentido es un «mandamiento nuevo» cuando la ley de Israel también mandaba amar al prójimo (ver Lv19,18))? «¿Por qué, pues, llama nuevo el Señor a lo que nos consta que es tan antiguo?» se pregunta San Agustín. Y responde que la novedad está en que el Señor nos manda amarnos unos a otros «como Él nos ha amado». Eso lo cambia todo. «La verdadera novedad —nos dice el Papa Benedicto XVI— no es lo que hacemos nosotros, la verdadera novedad es lo que hace Él: el Señor nos ha donado su Persona, y el Señor nos ha dado la verdadera novedad de ser miembros suyos en su Cuerpo». Esta distinción, que podría parecer una sutileza, es fundamental. El amor que Cristo nos llama a vivir no es una mera expresión moral de una doctrina, que podría incluso llegar a ser heroica. Es mucho más que eso. El mismo Papa Benedicto nos señala: «Demos gracias al Señor porque nos ha sacado del puro moralismo; no podemos obedecer a una ley que está frente a nosotros, pero debemos sólo actuar según nuestra nueva identidad (…). La nueva ley no es otro mandamiento más difícil que los demás: la nueva ley es un don, la nueva ley es la presencia del Espíritu Santo que se nos da en el Sacramento del Bautismo, en la Confirmación y cada día en la santísima Eucaristía».
Amar como Él nos ha amado implica, pues, reconocer el amor de Dios que ha salido a nuestro encuentro y nos ha amado primero. Él ha transformado nuestro ser y en nuestro Bautismo realmente nos ha hecho creaturas nuevas (ver 2Cor 5,17-18), y nos ha hecho capaces de vivir el amor de Dios que ha «derramado en nuestro corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). Dios mismo nos sostiene y fortalece con su Espíritu para vivir cotidianamente en Cristo, es decir, para que nuestra vida se desarrolle conforme con nuestra identidad de hijos de Dios de modo que actuemos de acuerdo a lo que somos. A veces estas frases apenas enunciadas nos pueden parecer teóricas, frías y lejanas. ¡Y, sin embargo, son tan reales! Está en manos de cada uno de nosotros permitir que esa fuerza del amor de Dios nos transforme, realmente cambie cosas concretas y cotidianas de nuestra vida, de nuestra relación con otras personas.
Ser cristianos, ser de Cristo, estar unidos a Él, lleva a que nuestras obras y acciones manifiesten y anuncien la presencia de Jesús. Queda claro que la medida del amor la pone Jesús, no nosotros. Por ello cuando el Señor nos manda amarnos unos a otros como Él nos ha amado nos invita a amar a nuestros hermanos con un amor comprometido, sin distinción, hasta el extremo, incondicional, sin pedir nada a cambio… con su amor. ¿Cómo haremos esto? ¿Por dónde comenzar en el panorama de un mundo desolado por falta de amor verdadero? Quizá por los que tenemos más cerca, por aquellos que nos son más «próximos”»y, en ese sentido, son el prójimo: «ama a tu prójimo como a ti mismo» (Mt22,39).
El autor de esta reflexión es el teólogo Ignacio Blanco

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