domingo, 10 de abril de 2016

GALILEA


Debo confesar que, al celebrar el encuentro de Pascua en Buenafuente, junto a casi 250 amigos que se habían desplazado desde los lugares más remotos hasta el Sistal para vivir los días santos junto a la Comunidad Cisterciense, días intensísimos de trabajo y de sentimientos, se me presentaba muy costosa la peregrinación diocesana de Sigüenza-Guadalajara, que he estado acompañando durante la octava de Pascua. Y sin embargo, cómo no agradecer de nuevo haber tenido el privilegio de estar en los días pascuales junto al Lago de Galilea.
Este año me resuena de manera especial la indicación de Jesús resucitado a las mujeres: “Decid a mis hermanos que vayan a Galilea, que allí me verán”, a la vez que, tan recientemente, mis ojos se han quedado reflejados en las aguas de Tiberiades. El clima, la humedad, el horizonte, la flora, la brisa, la bóveda celeste, la ribera del mar en Galilea muestran el escenario donde tuvo lugar el acontecimiento más restaurador de aquellos pescadores desalentados. Y llega hasta nosotros el eco evangélico de esas escenas luminosas, cuando leemos estos días los pasajes que tuvieron lugar en Tiberiades.
Volver a Galilea no es solo hacerlo a un lugar geográfico, más o menos atractivo por su clima suave, su tierra feraz, su historia, sino porque allí los primeros discípulos oyeron la llamada, allí se vuelve a la buena memoria, al hito ungido de la experiencia afectiva y consoladora de la fe.
Interpretaba que volver a Galilea es como volver al primer amor, pero en esta interpretación, aparentemente acertada e intuitiva, encontré mi error, porque no es volver a un lugar donde se pudo sentir el deseo de seguir a Jesús, sino que en verdad es remontarse a las mismas entrañas divinas, generadoras de cada una de nuestras historias, sostenidas y hechas fecundas por el amor divino.
Fue en Galilea donde los pescadores escucharon: -«Muchachos, ¿tenéis pescado?» Ellos contestaron: -«No.» Él les dice: -«Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.» La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: -«Es el Señor.» Solo cuando hay amor hay capacidad de reconocer la presencia que se escapa a los ojos de quienes ven únicamente la realidad material. ¡Tuvo que ser el discípulo amado el que señaló la presencia del Maestro!
Y fue en Galilea donde se restauró la fe en Jesucristo y la pertenencia a su Persona, cuando, después de comer, el Maestro llevó aparte a Simón y le preguntó algo que da cierto pudor: “Por tercera vez le pregunta: -«Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: -«Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero.»
Reconozco que, del mismo modo que os confesaba mi resistencia a la peregrinación, por cansancio, siempre que vuelvo a Galilea, me encuentro con lo más sensible de mi afecto por Jesús, y sin presunción, por tantas veces que contradigo mis palabras con los hechos, en Galilea me atrevo a decirle al Señor: “Tú lo sabes todo, tu sabes que te quiero”. Y vuelvo a empezar.


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