Debo confesar que, al celebrar el encuentro de Pascua en Buenafuente,
junto a casi 250 amigos que se habían desplazado desde los lugares más remotos
hasta el Sistal para vivir los días santos junto a la Comunidad Cisterciense,
días intensísimos de trabajo y de sentimientos, se me presentaba muy costosa la
peregrinación diocesana de Sigüenza-Guadalajara, que he estado acompañando
durante la octava de Pascua. Y sin embargo, cómo no agradecer de nuevo haber
tenido el privilegio de estar en los días pascuales junto al Lago de Galilea.
Este
año me resuena de manera especial la indicación de Jesús resucitado a las
mujeres: “Decid a mis hermanos que vayan a Galilea, que allí me verán”, a la
vez que, tan recientemente, mis ojos se han quedado reflejados en las aguas de
Tiberiades. El clima, la humedad, el horizonte, la flora, la brisa, la bóveda
celeste, la ribera del mar en Galilea muestran el escenario donde tuvo lugar el
acontecimiento más restaurador de aquellos pescadores desalentados. Y llega
hasta nosotros el eco evangélico de esas escenas luminosas, cuando leemos estos
días los pasajes que tuvieron lugar en Tiberiades.
Volver
a Galilea no es solo hacerlo a un lugar geográfico, más o menos atractivo por
su clima suave, su tierra feraz, su historia, sino porque allí los primeros
discípulos oyeron la llamada, allí se vuelve a la buena memoria, al hito ungido
de la experiencia afectiva y consoladora de la fe.
Interpretaba
que volver a Galilea es como volver al primer amor, pero en esta
interpretación, aparentemente acertada e intuitiva, encontré mi error, porque
no es volver a un lugar donde se pudo sentir el deseo de seguir a Jesús, sino
que en verdad es remontarse a las mismas entrañas divinas, generadoras de cada
una de nuestras historias, sostenidas y hechas fecundas por el amor divino.
Fue en
Galilea donde los pescadores escucharon: -«Muchachos, ¿tenéis pescado?» Ellos
contestaron: -«No.» Él les dice: -«Echad la red a la derecha de la barca y
encontraréis.» La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de
peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: -«Es el
Señor.» Solo cuando hay amor hay capacidad de reconocer la presencia que se
escapa a los ojos de quienes ven únicamente la realidad material. ¡Tuvo que ser
el discípulo amado el que señaló la presencia del Maestro!
Y fue
en Galilea donde se restauró la fe en Jesucristo y la pertenencia a su Persona,
cuando, después de comer, el Maestro llevó aparte a Simón y le preguntó algo
que da cierto pudor: “Por tercera vez le pregunta: -«Simón, hijo de Juan, ¿me
quieres?» Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo
quería y le contestó: -«Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero.»
Reconozco
que, del mismo modo que os confesaba mi resistencia a la peregrinación, por
cansancio, siempre que vuelvo a Galilea, me encuentro con lo más sensible de mi
afecto por Jesús, y sin presunción, por tantas veces que contradigo mis
palabras con los hechos, en Galilea me atrevo a decirle al Señor: “Tú lo sabes
todo, tu sabes que te quiero”. Y vuelvo a empezar.
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