Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio
de hoy narra la tercera aparición de Jesús resucitado a los discípulos, en la
orilla del lago de Galilea, con la descripción de la pesca milagrosa (Cfr. Jn
21,1-19). La narración se coloca en el marco de la vida cotidiana de los
discípulos, que habían regresado a sus tierras y a sus labores de pescadores,
después de los desconcertantes días de la pasión, muerte y resurrección del
Señor. Era difícil para ellos comprender lo que había sucedido. Pero, mientras
todo parecía haber terminado, es una vez más Jesús que va a “buscar” nuevamente
a sus discípulos. Es Él que va a buscarlos. Esta vez los encuentra en el lago,
donde ellos habían transcurrido la noche en las barcas sin pescar nada. Las
redes vacías aparecen, en cierto sentido, como el balance de su experiencia con
Jesús: lo habían conocido, habían dejado todo para seguirlo, llenos de
esperanza… ¿Y ahora? Si, lo habían visto resucitado, pero después pensaban: “Se
ha ido, y nos ha dejado… Ha sido como un sueño esto”.
Pero ahí, en
la aurora Jesús se presenta en la orilla del lago; pero ellos no lo reconocen
(Cfr. v. 4). A esos pescadores, cansados y desilusionados, el Señor les dice:
«Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán» (v. 6). Los discípulos
confiaron en Jesús y el resultado fue una pesca increíblemente abundante. A
este punto Juan se dirige a Pedro y dice: «¡Es el Señor!» (v. 7). Y enseguida
Pedro se tiró al agua y nado hacia la orilla, hacia Jesús. En aquella
exclamación: “¡Es el Señor!”, está todo el entusiasmo de la fe pascual – ¡Es el
Señor! – esta fe pascual llena de alegría y maravilla, que contrasta
fuertemente con el desconcierto, el desaliento, el sentido de impotencia que se
habían acumulado en el espíritu de los discípulos. La presencia de Jesús
resucitado transforma cada cosa: la oscuridad es vencida por la luz, el trabajo
inútil se hace nuevamente fructífero y prometedor, el sentido de cansancio y de
abandono deja el lugar a un nuevo impulso y a la certeza que Él está con
nosotros.
Desde
entonces, estos mismos sentimientos animan a la Iglesia, la Comunidad del
Resucitado. Todos nosotros somos la Comunidad del Resucitado. Si con una mirada
superficial puede parecer a veces que las tinieblas del mal y la fatiga del
vivir cotidiano tengan la prevalencia, la Iglesia sabe con certeza que a
cuantos siguen al Señor Jesús resplandece ahora perenne la luz de la
Pascua. El gran anuncio de la Resurrección infunde en los corazones de
los creyentes una íntima alegría y una esperanza invencible. ¡Cristo
verdaderamente ha resucitado! También hoy la Iglesia continúa haciendo resonar
este anuncio gozoso: la alegría y la esperanza continúan fluyendo en los
corazones, en los rostros, en los gestos, en las palabras. Todos nosotros
cristianos estamos llamados a comunicar este mensaje de resurrección a cuantos
encontramos, especialmente a quien sufre, a quien está solo, a quien se
encuentra en condiciones precarias, a los enfermos, a los refugiados, a los
marginados. A todos hagamos llegar un rayo de la luz de Cristo resucitado, un
signo de su misericordiosa potencia.
Él, el Señor,
renueve también en nosotros la fe pascual. Nos haga siempre conscientes de
nuestra misión al servicio del Evangelio y de los hermanos; nos llene de su
Santo Espíritu para que, sostenidos por la intercesión de María, con toda la
Iglesia podamos proclamar la grandeza de su amor y la riqueza de su
misericordia.
(Traducción
del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
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