«Hay un
dicho, entre nosotros que dice así: «Dime cómo rezas y te diré cómo vives, dime
cómo vives y te diré cómo rezas», porque mostrándome cómo rezas, aprenderé a
descubrir el Dios que vives y, mostrándome cómo vives, aprenderé a creer en el
Dios al que rezas»; porque nuestra vida habla de la oración y la oración habla
de nuestra vida; porque nuestra vida habla en la oración y la oración habla en
nuestra vida.
A rezar se aprende, como aprendemos a caminar, a hablar, a
escuchar. La
escuela de la oración es la escuela de la vida y en la escuela de la vida es donde vamos haciendo la escuela de
la oración. Y Pablo, a su discípulo predilecto Timoteo, cuando le enseñaba
o lo exhortaba a vivir la fe le decía “acordate de tu madre y de tu abuela”, y
a los seminaristas cuando entran al seminario muchas veces me preguntaban…
Padre pero yo quisiera tener una oración más profunda más mental … mirá seguí
rezando como te enseñaron en tu casa y después poco a poco tu oración irá
creciendo como tu vida fue creciendo. A rezar se aprende. Como
en la vida.
Jesús quiso introducir a los suyos en el misterio de la Vida, en el misterio de
su vida. Les mostró comiendo, durmiendo, curando, predicando, rezando, qué
significa ser Hijo de Dios. Los invitó a compartir su vida, su intimidad y
estando con Él, los hizo tocar en su carne la vida del Padre. Los hace experimentar
en su mirada, en su andar la fuerza, la novedad de decir: «Padre nuestro». En
Jesús, esta expresión, Padre Nuestro, no tiene el «gustillo» de la rutina o de
la repetición, al contrario, tiene sabor a vida, a experiencia, a autenticidad.
Él supo vivir rezando y rezar viviendo, diciendo: Padre nuestro.
Y nos ha invitado a nosotros a lo mismo. Nuestra primera llamada es a
hacer experiencia de ese amor misericordioso del Padre en nuestra vida, en nuestra historia. Su primera llamada es introducirnos en esa
nueva dinámica de amor, de filiación. Nuestra primera llamada es aprender a
decir «Padre nuestro», como Pablo insiste, Abba. ¡Ay de mí sino
evangelizara!, dice Pablo. ¡Ay de mí! porque evangelizar, prosigue, no es
motivo de gloria sino de necesidad (cf. 1 Co 9,16).
Nos ha invitado a
participar de su vida, de la vida divina, ay de nosotros consagrados,
consagradas, seminaristas, sacerdotes, obispos, ay de nosotros si no la
compartimos, ay de nosotros si no somos testigos de lo que hemos visto y oído,
ay de nosotros.
No
queremos ser funcionarios de lo divino, no somos ni queremos ser nunca empleados de
la empresa de Dios, porque somos invitados a participar de su
vida, somos invitados a introducirnos en su corazón, un corazón que reza y vive
diciendo: «Padre nuestro». ¿Y qué es la misión sino decir con nuestra vida,
desde el principio hasta el final, como nuestro hermano Obispo que murió
anoche, qué es la misión sino decir con nuestra vida «Padre nuestro»?
A
este Padre nuestro es a quien rezamos con insistencia todos los días: y qué le
decimos en una de esas cosas, no nos dejes caer en la tentación. El mismo
Jesús lo hizo. Él rezó para que sus discípulos —de ayer y de hoy— no cayéramos
en la tentación. ¿Cuál puede ser una de las tentaciones que nos pueden asediar?
¿Cuál puede ser una de las tentaciones que brota no sólo de contemplar la
realidad sino de caminarla? ¿Qué tentación nos puede venir de ambientes muchas
veces dominados por la violencia, la corrupción, el tráfico de drogas, el
desprecio por la dignidad de la persona, la indiferencia ante el sufrimiento y
la precariedad? ¿Qué tentación podemos tener nosotros una y otra vez, nosotros
llamados a la vida consagrada, al Presbiterado, al Episcopado, qué tentación
podemos tener frente a todo esto, frente a esta realidad que parece haberse
convertido en un sistema inamovible?
Creo
que la podríamos resumir con una sola palabra: resignación. Y
frente a esta realidad nos puede ganar una de las armas preferidas del demonio,
la resignación. ¿Y qué le vas a hacer? La vida es así. Una resignación que nos
paraliza, una resignación que nos impide, no sólo caminar, sino también hacer
camino; una resignación que no sólo nos atemoriza, sino que nos atrinchera en
nuestras «sacristías» y aparentes seguridades; una resignación que no sólo nos
impide anunciar, sino que nos impide alabar, nos quita la alegría, el gozo de
la alabanza. Una resignación que no sólo nos impide proyectar, sino que nos
frena para arriesgar y transformar. Por eso, Padre nuestro, no nos dejes caer en la
tentación.
Qué
bien nos hace apelar en los momentos de tentación a nuestra memoria. Cuánto nos
ayuda el mirar la «madera» de la que fuimos hechos. No todo ha comenzado con
nosotros, y tampoco todo terminará con nosotros, por eso cuánto bien nos hace
recuperar la historia que nos ha traído hasta aquí.
Y,
en este hacer memoria, no podemos saltearnos a alguien que amó tanto este lugar
que se hizo hijo de esta tierra. A alguien que supo decir de sí mismo: «Me
arrancaron de la magistratura y me pusieron en el timón del sacerdocio, por
mérito de mis pecados. A mí, inútil y enteramente inhábil para la ejecución de
tan grande empresa; a mí, que no sabía manejar el remo, me eligieron primer
Obispo de Michoacán» (Vasco Vázquez de Quiroga, Carta pastoral, 1554).
Agradezco,
paréntesis, al Señor Cardenal Arzobispo que haya querido que se celebrase esta
Eucaristía con el báculo de este hombre y el Cáliz de él. Con ustedes quiero
hacer memoria de este evangelizador, conocido también como Tata Vasco, como «el
español que se hizo indio». La realidad que vivían los
indios Purhépechas descritos por él como «vendidos, vejados y vagabundos por
los mercados, recogiendo las arrebañaduras tiradas por los suelos», lejos de
llevarlo a la tentación y de la acedia de la resignación, movió su fe, movió su
vida, movió su compasión y lo impulsó a realizar diversas propuestas que fuesen
de «respiro» ante esta realidad tan paralizante e injusta. El dolor del
sufrimiento de sus hermanos se hizo oración y la oración se hizo respuesta. Y
eso le ganó el nombre entre los indios del «Tata Vasco», que en lengua
purhépecha significa: Papá.
Padre, papá,
Tata, abba. Esa es la oración, esa es la expresión a la que Jesús nos
invitó.
Padre,
papá, abba, no nos dejes caer en la tentación de la resignación, no nos dejes
caer en la tentación de la acedia, no nos dejes caer en la tentación de la
pérdida de la memoria, no nos dejes caer en la tentación de olvidarnos de
nuestros mayores que nos enseñaron con su vida a decir: Padre Nuestro».
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