En el Evangelio Jesús nos invita a orar: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá».
Estas palabras de Jesús son muy hermosas, porque expresan la verdadera relación entre Dios y el hombre, y porque responden a un problema fundamental en toda la historia de las religiones y de nuestra vida personal: ¿Está bien y es justo pedir a Dios cualquier cosa? ¿O bien la única respuesta hay que dejarla en manos de la trascendencia y grandeza de Dios? ¿No consiste la oración en glorificarle, adorarle, en darle gracias, es decir, en una oración que sería desinteresada?...
Jesús no conoce este temor. Jesús no enseña una religión para élites, totalmente desinteresada. La noción de Dios que Jesús no enseña es diferente: su Dios es muy humano; es un Dios bueno y poderoso.
La religión de Jesús es muy humana, muy simple –es la religión de los sencillos: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra porque has escondido estas cosas a lo sabios e inteligentes y las has revelado a los humildes y sencillos» (Mt 11,25).
Los pequeños, los que tienen necesidad de la ayuda de Dios y lo dicen, comprenden mucho mejor la verdad que los inteligentes, quienes, rechazando la oración de petición y no admitiendo más que la alabanza desinteresada a Dios, construyen en el hombre una autosuficiencia que no se corresponde con su indigencia, tal como lo expresan las palabras de Ester: «Mi Señor y Dios nuestro, Tú eres único. Protégeme, que estoy sola y no tengo otro defensor que Tú.» (Ester 14,4)
Detrás de esta noble actitud que no quiere ser molesta a Dios con su pequeños males, se esconde la duda siguiente: ¿Puede Dios dar respuesta a las realidades de nuestra vida, puede cambiar nuestras situaciones y entrar en la realidad de nuestra vida terrena?...
Si Dios no actúa, si no tiene poder sobre los acontecimientos concretos de nuestra vida, ¿cómo sigue siendo Dios? Y si Dios es amor ¿no encontrará el amor una posibilidad de responder a la esperanza del que le ama?
Si Dios es amor, y si no pudiera ayudarnos en nuestra vida concreta, el Amor no sería el último poder del mundo.
(Cardenal Ratzinger -Benedicto XVI- sermón del retiro de Cuaresma, Vaticano, 1983).
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