Ser fieles tiene sentido desde el amor y para amor. Porque
la fidelidad no es simplemente seguir adelante en unos propósitos concretos:
eso puede ser cabezonería. La verdadera fidelidad surge cuando existe un amor
continuado.
Ese amor, en ocasiones, sufre heridas. En todos los seres
humanos está agazapado un mal que nos lleva al egoísmo, a la avaricia, a la
desgana, a la tibieza. Por eso caemos tantas veces en el pecado.
Pero el amor verdadero pide perdón, se levanta, reconstruye
lazos, vuelve incluso con más entusiasmo a entregarse. Porque el ser amado lo
merece todo, y porque la vida verdaderamente hermosa es la que mantiene
encendida la llama del amor.
En un mundo lleno de divorcios, de traiciones, de engaños,
de fraudes, de pseudoamores frágiles e inconstantes, produce una gran alegría
encontrar esposos fieles, sacerdotes generosos, profesionistas que afrontan
seriamente sus deberes de cada día.
Cristo alabó la hermosa virtud de la fidelidad, en lo
pequeño y en lo grande. "¡Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido
fiel, al frente de lo mucho te pondré..." (cf. Mt 25,21). "Al vencedor, al que se mantenga fiel a
mis obras hasta el fin, le daré poder sobre las naciones”(Ap 2,26).
Desde la fidelidad surge el testimonio: "La fidelidad
de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del Evangelio y
para la misión de la Iglesia en el mundo” ("Catecismo de la Iglesia
Católica”, n. 2044). Solo si somos fieles seremos creíbles.
La fidelidad, en definitiva, es la respuesta del auténtico
enamorado, que sabe unirse a Cristo, Hijo del Padre y Salvador del mundo, para
permitir que nuestro tiempo sea transformado por un torrente de esperanza, de
belleza y de amor perenne y contagioso.
P. Fernando Pascual
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