Apoyados en los textos sagrados que se proclaman este
domingo, podemos afirmar que no estamos hechos para la corrupción, ni nuestro
destino es el polvo. Hemos sido creados para gozar la vida eterna. El salmista
canta: “Se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa
serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la
corrupción.” (Sal 15).
El sentido del salmo es sin duda profético, y se refiere
a Jesucristo, resucitado de entre los muertos y sentado a la derecha de Dios
Padre con gloria. Pero ha sido el mismo Jesús quien se ofreció a sí mismo por
los pecados de todos, para que todos podamos gozar de su destino. “Cristo
ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio. Con una sola
ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados”. (Heb
10,14)
La liturgia de la Palabra de este domingo obedece a
que celebramos prácticamente el último domingo del Tiempo Ordinario, ya que el
próximo será la fiesta de Cristo Rey. Por este motivo, se nos propone a
consideración los últimos tiempos, y la perspectiva teológica del final de la
representación de este mundo.
Con la figura de Cristo Majestad, que viene sobre las
nubes del cielo, se describe el triunfo definitivo del Señor, a quien se le
someten todos los seres del cielo y de la tierra. “Entonces verán venir al Hijo
del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles
para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte”.
(Mc 13, 27)
El juicio es de Dios, no nos corresponde a nosotros
anticipar el veredicto. Según las Sagradas Escrituras, “los sabios brillarán
como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como
las estrellas, por toda la eternidad” (Dn 12, 3). Será el momento de la gran
sorpresa, al escuchar de labios de Jesús: “Venid, benditos de mi Padre, porque
tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber…” Y estas
bendiciones se aplicarán a muchos que pasaron por el mundo haciendo el bien,
aun sin saber que se lo hacían a Jesús.
Los que han caminado por esta vida con la mirada
puesta en el rostro luminoso de quien ha dado su vida pro nosotros, no han
tenido miedo al pensar en el encuentro con Cristo; por el contrario, han
anhelado ese momento. Si ante el pensamiento de la vida eterna y del final de
los días te intranquilizas, es una llamada a la confianza y al abandono en las
manos de Dios, pero a su vez, también, a hacer el bien, porque al final será lo
que nos sirva como título de bienaventuranza, gracias a la misericordia divina.
“Y al despertar, me saciaré de tu semblante” (sal 16).
Ángel Moreno de Buenafuente
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