Esta fiesta arranca desde el
lejano año 543. Fue el tiempo en que se dedicó una basílica a “La Virgen María
la Nueva”. Se levantó en el mismo monte Sión en la explanada del Templo.
Las Iglesias orientales, muy sensibles ante las fiestas marianas, conmemoran
este día la Entrada de María en el Templo para indicar que, aunque era
purísima, no obstante, cumplía con los ritos antiguos de los judíos para no
llamar la atención.
La liturgia bizantina la trata como "la fuente perpetuamente manante del
amor, el templo espiritual de la santa gloria de Cristo Nuestro Señor".
En Occidente, se la presenta como el símbolo de la consagración que la Virgen
Inmaculada hizo de sí misma al Señor en los albores de su vida consciente.
Este episodio de la Virgen María no se encuentra en los cuatro evangelios. Sí
que aparece, por el contrario, en un libro apócrifo, el “protoevangelio de
Santiago”.
Pero, como siempre, quien manda es el pueblo cristiano. Desde siempre la
espiritualidad y la piedad popular han estado marcadas y han subrayado la
disponibilidad de María la Virgen ante los mandatos e insinuaciones mínimas del
Señor Dios.
Por eso, tanto en Occidente como en Oriente esta fiesta tuvo en seguida un
éxito resonante entre todos los cristianos.
María estaba destinada a ser un templo vivo de la divinidad. Según este
evangelio apócrifo, la escena no puede ser más sencilla:" Ana y Joaquín,
en un acto de fe y de cortesía, quisieron darle gracias a Dios por el
nacimiento de esta niña".
No pensaron una cosa mejor que consagrársela de por vida. Cuando tenía tres
años, la llevaron al Templo, la cogió un sacerdote mediante unas palabras que
recuerdan el Magnificat, el himno del Virgen María en acción de gracias por lo
que el Señor había hecho con ella.
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